Sin retorno, sin barreras, sin nudos…
Carlos F. Heredero
1. El tiempo sin retorno. “No puedes dominar el tiempo”, advierte un verso de W. H. Auden rememorado por Jesse –poco después de hacer el amor con Celine– en Antes de amanecer (1995), pero el personaje de Linklater, envuelto en un halo de felicidad, lo recuerda a modo de lamento por lo irreversible del paso del tiempo y por la dificultad de fijar el momento y hacerlo perdurable. Podría decirse que ese lamento es, de alguna manera, la chispa combativa –pero alérgica a toda nostalgia– que enciende el motor y que incluso mueve el sentido y los impulsos más hondos de una gran parte de la filmografía del cineasta afincado en Austin, pues desde It’s Impossible to Learn to Plow by Reading Books (1988) hasta Boyhood (2014), película tras película parece empeñado –como también muchos de sus personajes– en ensayar sucesivas y diferentes maneras de rebelarse contra el lúcido designio implícito en el poema invocado por Jesse.
Y si Jesse se inventaba en la trilogía ‘Before...’ una imaginaria ‘máquina del tiempo’ que le permitía viajar al futuro y regresar al presente para modificarlo a su voluntad, aquí el padre del protagonista (interpretado también por Ethan Hawke, emblemático ‘portavoz’ ficcional de Linklater) le regala a su hijo un supuesto CD de los Beatles con divertido título irónico (The Black Album) que reúne las mejores canciones compuestas por cada uno de ellos después de su separación, en lo que constituye un intento de volver a juntar a los chicos de Liverpool. El objetivo es equivalente: dar marcha atrás en el tiempo, combatir contra su transcurso o encapsular su discurrir en diferentes formatos…
Ese es el sueño en el que ahora viene a insertarse Boyhood como un nuevo y coherente capítulo del mismo, si bien con la notable peculiaridad de ser una película filmada a lo largo de ¡doce años! (aunque solo durante 39 días de rodaje en total) y de que consigue ‘condensar’ y ‘concentrar’ (la palabra no es ‘resumir’) en apenas tres horas los mismos doce años –entre 2002 y 2013, ambos inclusive– de la vida ficcionalizada de un niño (Mason) desde que tiene seis hasta que, a los dieciocho, entra en la universidad. Unos años que son, a su vez, los mismos durante los que se estuvo rodando el film, y durante los cuales el actor-niño (Ellar Coltrane) se convertía en actor-adolescente delante de una cámara que registraba, paso a paso, cómo cambiaban sin cesar su cuerpo y su rostro, de igual manera que el resto de los intérpretes (Ethan Hawke, el padre; Patricia Arquette, la madre, y Lorelei Linklater –hija del director– como su hermana mayor, Samantha) vivían también idéntico recorrido y transformación en sus vidas respectivas.
Un ensayo, por tanto, que hunde sus más profundas raíces en la personal convicción de Linklater de que “la verdad solo puede expresarse a lo largo de una trayectoria en el tiempo”, lo que le lleva a perseguir infatigablemente la captura de ese devenir temporal capaz de desvelar –con ejemplar filiación baziniana– lo más auténtico de las emociones y de la vida. Convencido de que “todo lo que confirma la naturaleza transitoria de la realidad no es malo, sino una buena lección para la arrogancia humana” (de ahí su interés por filmar esa incesante transitoriedad que todo lo impregna), el cineasta invoca en Boyhood esos momentos cotidianos de la infancia y de la adolescencia que perviven en el recuerdo más como sensaciones fugaces que como situaciones concretas, pero lo hace desde la perspectiva vital y generacional de Ellar Coltrane y Lorelei Linklater, lo que le permite conjugar al unísono las vivencias de sus actores, su propia experiencia como padre, su perspectiva como autor y los temas específicos que le interesan.
2. La vida sin barreras. El fascinante espectáculo transcurre ante nuestros ojos: a lo largo de 165 cortísimos minutos asistimos a las peleas infantiles de Mason con su hermana, a la inestabilidad que le crean los constantes cambios de domicilio de su madre, a sus primeros escarceos con la bebida y el sexo, a la violencia que introducen en su hogar dos sucesivos padrastros alcohólicos, a la convivencia con su padre y con la nueva familia de éste (vinculada a valores y símbolos –la Biblia y el rifle– que le son ajenos), a su primer fracaso amoroso, a su llegada a la universidad… Un recorrido que transcurre en el contexto de la humilde clase media suburbana del este de Texas, con todo lo que esto determina en cuestión de referencias sociales y culturales.
Nada de todo ello, sin embargo, lo vive Mason –y lo cuenta Linklater– con conciencia de estar experimentando –o filmando– hitos decisivos o encrucijadas trascendentales. La película fluye suave, imperceptible y constantemente hacia delante, pasando de un año a otro sobre una relajada concatenación de situaciones nada relevantes filmadas con cierta despreocupación observacional. Y esos acontecimientos se suceden sin que ninguno sea vivido por Mason (ni tampoco filmado o dramatizado por Linklater) conforme a diferentes jerarquías existenciales o de registro tonal, ni menos aún con distintos énfasis de la puesta en escena, que se mantiene asombrosamente estable en su diapasón dramático y en su ejemplar transparencia visual a lo largo de todo el metraje.
Linklater deja sumergidos bajo las elipsis todos los momentos fuertes que, en cualquier otra película, habrían conformado la materia propia del ‘drama’ narrativo y de su puesta en escena: las rupturas, las angustias, la nueva boda del padre, el primer sexo, el miedo de que Mason fuera disléxico… Nada de todo eso está en la pantalla, porque Boyhood no habla tanto de hitos emblemáticos como del paso del tiempo, no se ocupa de lo trascendente sino de lo transitorio (recuerden). Solo la sabiduría de Linklater, que mantiene siempre un dominio total de su estructura, de lo que quiere filmar y de lo que opta por dejar fuera, nos permite hacernos cargo del drama –ausente– sin necesidad de visualizarlo.
Ni Mason está nunca por encima de los momentos más difíciles que vive, ni se para a reflexionar sobre ellos, ni Linklater los filma dando a entender que esos sucesos sean importantes ritos de paso. Y por eso tampoco hay letreros, fundidos ni recursos visuales de ningún tipo (“La vida no tiene barreras”, le dice su padre a Mason) para dar a entender que ‘cambiamos de año’ o que los personajes han crecido a medida que cada situación sucede a la anterior. Ninguna solución de montaje ejerce de marca denotativa al respecto.
Vemos a Mason y a Samantha en el coche con su madre camino de un nuevo hogar; en el plano siguiente (por corte directo), los dos hermanos entran en su nueva habitación –con otras ropas– y, si nos fijamos bien, percibimos que han crecido y que están adaptados al nuevo espacio. Es un corte que condensa y subsume, en apenas un parpadeo, el transcurso de un año, y así todos los demás. La película acompasa de esta manera el crecimiento de sus personajes y de sus actores, por lo que los saltos de tiempo (a cargo de silenciosas y no connotadas elipsis) se hacen ‘cinematográficamente invisibles’. Solo las mutaciones fisiológicas de los rostros, el vestuario y acaso la tecnología nos indican que el tiempo pasa y que vamos cambiando de época.
3. La historia sin nudos. El interés de Linklater por observar y objetivar el paso del tiempo le lleva a construir su film sin utilizar ningún tipo de nudo, encrucijada narrativa o conflicto dramático. Por no haber, no hay ni siquiera un plazo condicionante, como sí había en la trilogía ‘Before…’. Los acontecimientos se suceden aquí uno tras otro sin que haya ninguna incógnita a desvelar, ni enredo a resolver, ni otro plan argumental que el de acompañar a Mason en su transcurso por la vida. En su lugar, asistimos a una serie de situaciones que se suceden sin tener que ilustrar ninguna trama, sin necesidad de llegar a ningún sitio ni a ninguna conclusión. Es el espectáculo de ver cómo se despliega el tiempo, pero sin detenerlo ni dilatarlo de forma artificial. Hay historia (podría decirse, incluso, una gran historia), pero no hay dramaturgia ni conflicto argumental.
Como ocurría al comienzo de Antes del atardecer (cuando un simple corte de montaje convierte en simultáneo para Jesse el recuerdo pretérito de Celine y su presencia real en el presente), aquí el discurrir de las imágenes permite crear de nuevo el sentimiento –pero esta vez sin necesidad de convocar visualmente ningún pasado– de que “todo ocurre de forma simultánea, pues dentro de cada instante hay otro ocurriendo a la vez” (como allí explicaba Jesse hablando del libro que quisiera escribir). Por eso quizás, en la última secuencia del film, mientras el amigo de Mason grita a los cuatro vientos, en medio de un paisaje casi desértico cuya fuerte presencia visual evoca un sentimiento de eternidad: “¡Parece que el tiempo se despliega ante nosotros!”, mientras que el protagonista expresa su sensación de que “es como si ‘siempre’ fuera ‘ahora mismo’…”.
De regreso al mandato original del cine, este impresionante ensayo de Richard Linklater, disfrazado de liviana y amable comedia sobre la infancia y la adolescencia, se hace cargo del tiempo, lo acompaña en silencio y nos deja habitar confortablemente en su interior (en el interior de un film del que nunca querríamos salir). Ya nos lo decían en una conversación que se desarrollaba en la mente imaginaria del protagonista de Waking Life (Linklater, 2001): Mujer.- “¿Qué estás escribiendo?”. Hombre.- “Una novela”. Mujer.- “¿Qué historia cuenta?”. Hombre.- “No hay historia. Solo personas. Gestos. Momentos. Instantes de arrebato. Emociones fugaces. En breve: la historia más grande jamás contada”. Pues eso es Boyhood, efectivamente.
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