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Paraíso: hambre
Gerard Alonso i Cassadó

La escena más impactante y controvertida de Boy Eating the Bird’s Food, que por razones obvias no desvelaremos, pero que se identifica al instante, emparenta la ópera prima del griego Ektoras Lygizos con toda una corriente de imágenes extremas que viene produciendo el cine procedente del Este de Europa en los últimos años, y de la que A Serbian Film (2010) sería quizás el ejemplo más paradigmático. Si en la (criticada hasta la extenuación, pero pocas veces analizada) violación del recién nacido en la película de Srdjan Spasojevic podíamos ver, más allá de la provocación, una metáfora sobre la violación de los derechos de la infancia durante la Guerra de los Balcanes, la aludida escena de Boy Eating the Bird’s Food nos habla de cómo el derrumbe del estado del bienestar ha dejado fuera de la sociedad a las víctimas de la troika.

Porque esta es una película que nos habla en presente de indicativo sobre la crisis económica que ha arrasado Europa. Su protagonista, que por no tener no tiene ni nombre, es un cantante de ópera cuyo don no puede ser mercantilizado. En una lúcida secuencia, el sistema, como si se tratase de Úrsula desde el fondo del océano, intenta arrebatarle la voz profanándola en un call center de televenta, regalándole a cambio un par de muletas (microsueldo de micro-job) para arrastrarse por las ruinas del capitalismo. Pero el joven, que posee un inexpugnable sentido del honor del que hablaremos más adelante, renuncia a entrar en el juego, condenándose a seguir robando el pienso del comedero de su canario para mantenerse con vida. Al no tener su don para la ópera un valor cuantificable en una economía de subsistencia, al no doblegarse ante los requisitos del mercado, este pajarillo encerrado en la jaula de la pobreza se ve obligado a la automanutención, a generar él mismo su propio alimento, como si de golpe hubiese regresado a una economía preindustrial, pues ya no existe Estado que acuda al rescate de los desfavorecidos. A esa verdad señala la impactante escena citada al inicio, una hipérbole menos alejada de lo que podíamos intuir del surrealismo simbólico de Canino o Alps.

No obstante, hay algo más allá de lo mundano en la propia existencia de un personaje que parece un ángel caído, cuyo martirio nos aproxima a una versión hagiográfica del Hambre de Knut Hamsun. Pues el cantante de ópera considera que es más digno el hurto (aunque sea de una bolsa de residuos orgánicos, o de una cucharada de azúcar) que la mendicidad. Su gran mal es saberse observado en todo momento por la cámara de Lygizos, que se pega a su nuca para que no podamos, como espectadores, apartar la mirada de este ciudadano abandonado a su suerte. Su canto divino en la iglesia, la manera sobrehumana de contorsionar su cuerpo, o su empeño en compartir sus migajas con un canario que representa su única compañía en la vida, enaltecen la existencia de este ser de rostro y voz angelical que dedica los mismos esfuerzos a sobrevivir como a que su entorno no le descubra al otro lado de las concertinas y no le condene a la consideración de desecho social. Pues cuando este Cristo heleno ya no sea de los nuestros, será del todo invisible y su historia ni siquiera merecerá una película.