Print Friendly, PDF & Email

Las películas de Alice Rohrwacher pretenden siempre recaligrafiar la tradición del cine italiano para convertirla en otra cosa, un universo mutante que tenga que ver con sus orígenes y la posibilidad de su puesta al día. En este sentido, La quimera sería una etapa más en la consolidación de un estilo, incluso de un proyecto. Sus protagonistas son pobres tipos que se dedican a profanar tumbas etruscas con el fin de vender lo que allí encuentren, liderados por un inglés que parece tener un don para localizarlas. Alrededor de ellos se mueve un universo multiforme, que va desde la extraña familia de acogida del extranjero hasta un pasado indefinido, la chica que fue su novia y seguramente murió, pero también la que ahora parece enamorarse de él. Por supuesto, Rohrwacher maneja estos elementos desde el ‘realismo mágico’ que parece haberse convertido ya en marca de la casa, y con ello consigue momentos de una rara poesía, convierte la realidad representada en un mundo dotado de leyes propias, tan fuera del tiempo como su protagonista: es difícil olvidar, en este sentido, la llegada inicial del extranjero al pueblo, el viaje en tren y el reencuentro con sus colegas y la madre de su antigua chica (nada menos que Isabella Rossellini), así como la secuencia nocturna en la playa, el descenso a la tumba subterránea, las estatuas y objetos allá enterrados que de repente parecen cobrar vida… Sin embargo, la propia cultura etrusca que sirve de referente a Rohrwacher se convierte finalmente en un mero adorno del film, que jamás profundiza en esta hermosa, inquietante idea. Lo mismo ocurre con otros muchos elementos –el enfrentamiento entre realidad y mito, entre individuo y comunidad, o entre la cultura popular y el capitalismo depredador–, que jalonan la película de manera un tanto superficial, la conducen a un cierto amaneramiento que acaba funcionando más por acumulación que por otra cosa. Rohrwacher cita a Fellini y a Pasolini, pero en ocasiones es también como si se limitara a ‘robar’ algunas de sus ideas –como sus protagonistas–, sin establecer un verdadero diálogo con ellas, como ya sucedía en Lázaro feliz. Y la parte final se alarga innecesariamente, intenta que todo cuadre en abierta contradicción con el carácter abierto que pretende adoptar siempre el film, tanto en sus imágenes como en su estructura. La quimera es una película contradictoria consigo misma, que sigue dejando en suspensión el cine de Rohrwacher, a la espera de una próxima entrega que quizá aclare un poco más las cosas. Carlos Losilla