Carlos Reviriego.
Una pregunta se abre paso a través de una producción que, desde su apariencia, no debería hacernos esperar más que un inofensivo drama victoriano en torno a la jovencísima actriz Nelly Terman, amante de Charles Dickens (él tenía 45 años, ella 18), con quien el célebre escritor compartió sus años finales tras abandonar a su familia y poner en riesgo su reputación en un sistema de valores decadente, falso y artificioso del que la pareja no tuvo más remedio que aislarse. Y la pregunta resuena una y otra vez durante y después de la película, como si fuera un eco que reverbera en cada indecisión de los amantes: ¿nos enamoramos de las personas por cómo son o por lo que proyectamos de ellas? Del mismo modo, ¿las películas nos despiertan pasiones por lo que son o por las ideas que sugieren, por todo aquello que ‘añadimos’ a la pantalla como espectadores?
Ralph Fiennes plantea su eficaz, intrigante melodrama con esta noción en mente, de ahí no solo que La mujer invisible se abra con la cita sobre negro del propio Dickens (“Todo ser humano constituye un profundo misterio para los otros”), sino que construya el artefacto dramático, basado en una novela de Claire Tomalin, publicada en 1990, a partir de una estrucutura de revelaciones en sutiles flashbacks y desvelamientos, precisamente con la intención de hacer ‘visible’ todo aquello que en apariencia es invisible (la mujer del título, claro, pero también los engranajes de un romance secreto, casi clandestino), concepto arrojado ya en el hermoso plano inicial: un paisaje melancólico del mar, con la figura al fondo de una mujer de negro cruzando la pantalla, esperando a ser revelada por el primer plano.
En retrospectiva, desciframos en esa imagen pictoricista no solo una invocación literal de la musa, sino que en las secuencias de Nelly paseando por la playa mientras las olas baten furiosas detrás de ella –motivo nuclear de la pintura romántica– está contenido el propósito narrativo del relato: desde la presentación de Nelly diluida, ‘camuflada’ en su entorno hasta un primer plano en el que, recitando la amarga conclusión de The Frozen Deep sobre el escenario (pieza teatral escrita por Wilkie Collins bajo el influjo del propio Dickens), cierra con un broche de oro este period film sorprendentemente capaz de trascender sus apariencias. La mujer condenada ha desnudado su identidad.
Volvemos a la pregunta seminal, entonces: ¿de qué nos enamoramos realmente? Una de las razones de que esta película nos haya intrigado tanto es precisamente el modo en que retrata ese proceso de cortejo entre el escritor y la joven actriz. Escoltada siempre por su madre (magnífica Kristin Scott Thomas) y sus hermanas, con quienes forma una compañía de actrices que siente reverencia por los textos de Dickens (y que desaparecen por completo en la segunda parte del film), resulta seductor el tiempo que invierte la película en las fugaces miradas, los gestos intrascendentes, los deseos reprimidos. Nos intriga cómo es posible que La mujer invisible invoque con intensidad (incluso poética) el dramatismo de una relación a la que le falta lo que tradicionalmente consideramos algo que no puede fallar en ningún melodrama de altas ambiciones: la ‘química’ entre sus amantes… si bien Felicity Jones, tan frágil como áspera, no deja de ser todo un acierto de reparto.
Un camino intermedio
No estamos, al fin y al cabo, a pesar de su pulsión pictoricista y su aire teatralizado (en especial la enérgica interpretación del propio Fiennes incorporando a Dickens), frente a una adaptación literaria, académica y momificada propia del tándem Merchant-Ivory; ni tampoco nos depara esta segunda incursión de Fiennes en las páginas nobles de la literatura británica (ya adaptó a Shakespeare en su debut con Coriolanus) un dispositivo escénico propulsado por el ingenio posmodernista, como lo era la reciente adaptación de Anna Karenina (Joe Wright). La película del celebrado actor británico no busca la corporeidad de Pascale Ferran en la excepcional Lady Chatterley (2006), ni tampoco la tímida pulsión de realismo en las múltiples innovaciones de época de Kenneth Brannagh. La mujer invisible parece colocarse en un lugar intermedio, a veces indeciso, confiando quizá más de la cuenta en el nervio de los intérpretes, pero juega sus limitadas cartas con desafiante eficacia y honestidad.
A modo de muestras evidentes de que Fiennes entiende el cine, y sobre todo el denigrado period film, como un lenguaje que va mucho más allá de la ‘ilustración’ de guiones, rescatamos del film los saltos en el tiempo, sin subrayados formales de ningún tipo, con un simple corte, al dictado de los desvelamientos de la historia; nos cautiva el contraplano del público –donde Dickens busca la mirada de Nelly– para filmar una carrera de caballos completamente fuera de campo (aunque de algún modo ‘asistimos’ a la carrera); y también un accidente ferroviario que se ofrece como catarsis alegórica del encuentro físico entre los amantes; pero sobre todo, en la mejor escena de la película, admiramos a la regordeta esposa de Dickens (aplausos para Joanna Scanlan) protegiendo su dignidad conyugal en una visita a Nelly.
Entonces, como intuye la esposa vejada, ¿Nelly se enamora del hombre o del poeta, la celebridad, la figura paterna? Y el autor de Grandes esperanzas, donde volcó la imposibilidad del romance entre el joven Pip y Miss Havisham, ¿cae en las redes de una realidad o de un inalcanzable sueño de belleza y juventud? Corazones pioneros a la hora de romper convenciones sociales (“¿pero, qué es la libertad si destruyes las vidas de otras personas?”, escuchamos), Dickens y su amante elaboran su propia soledad. Precisamente es la madre damnificada quien alerta a la joven Nelly sobre la naturaleza de la obra de su marido (“Solo son ficciones diseñadas para entretener”), como si en esas palabras describiera también las relaciones adúlteras que le tolera. La respuesta de Nelly le pilla por sorpresa: “No, están diseñadas para que nos cambien”.
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