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Con la excusa de adaptar una trilogía novelística de Eshkol Nevo y contar la historia de un inmueble vecinal a lo largo de 30 años, hasta llegar a la actualidad, Nanni Moretti consigue una de las películas más inteligentes y emotivas, en todos los sentidos, no solo de su filmografía, sino también de la totalidad de la producción estrenada por ahora tras las restricciones pandémicas. En apariencia se trata de un melodrama coral que nunca reniega de serlo: hijos descarriados y padres intolerantes, accidentes y muertes, amor y sexo, hermanos enfrentados y niños que temen por sus progenitores… En realidad, sin embargo, este armazón genérico se volatiliza en incontables vías narrativas, multiplica microrrelatos que luego interaccionan entre sí, se entrega a un elogio de la ficción que el cineasta se encarga de canalizar con mano maestra. Y, en fin, ofrece imágenes de prístina desnudez, que se dirían convencionales y académicas si no fuera porque su elaborada transparencia siempre oculta algo, capa tras capa. Puede que el tema principal sea la paternidad, las relaciones entre padres e hijos o madres e hijas o viceversa, y cómo evolucionan a lo largo del tiempo, pero hay una cuestión más abstracta que subyace a todas las tramas y que las convierte en una sola: la imposibilidad de que el cine penetre o legitime algo parecido a una sola “verdad”, la duda sobre su estatuto.

El propio Moretti, en un papel secundario, interpreta a un juez de rígida rectitud moral, lo cual lo lleva a enemistarse de por vida con su hijo, a su vez implicado en un accidente que de algún modo provoca y que cuesta la vida a una mujer. Alrededor de estas figuras giran varias más, desde otro padre obsesionado con que un vecino de avanzada edad ha abusado de su hija pequeña hasta otra hija que provoca una situación parecida, pasando por un marido enemistado con su hermano, al que reprocha un comportamiento inadecuado que él reproduce sin apercibirse de ello. La obsesión por defender una verdad ilusoria lleva a casi todos a olvidarse de las virtudes terapéuticas del perdón y la reconciliación, que en ocasiones irrumpen como un vendaval y delinean escenas inolvidables, filmadas con desconcertante intensidad. Y esta disertación acerca de la intolerancia y sus innumerables declinaciones, siempre liviana y jamás retórica, conduce a una puesta en crisis de la realidad filmada en la que toda frontera se difumina, en parte gracias a la sutilísima estrategia morettiana: la creación progresiva de un universo autónomo que a la vez es y no es real, que puede resultar inverosímil y sin embargo ostenta una poderosa credibilidad, que simula ceñirse a esos “tre piani” del título cuando en realidad está hablando del mundo y sus evoluciones, como demuestra la comparecencia del nuevo fascismo hacia el final, sin duda, para Moretti, producto de ese dudoso moralismo en la que se dejan atrapar, aunque sea provisionalmente, muchas de sus criaturas. Pues, en el fondo, el personaje clave del film es esa mujer siempre a solas con su hija, y con supuestos problemas mentales, que se alza como protagonista de la escena más desconcertante, también más hermosa, que no desvelaré aquí pero que dinamita cualquier posible realismo para desvelar la cualidad de ambigua ensoñación, quizá solo inventada o imaginada, de todo el film y de cualquier imagen cinematográfica. Miren ustedes por dónde, uno de los pioneros de la autoficción fílmica, el responsable de Caro diario o Aprile, se revela, en el momento culminante de su carrera, como el fabulador exuberante que en realidad siempre fue.