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En la primera semana de junio tuvo lugar la segunda fase del Festival de Rotterdam 2021. Si Berlín optó por un festival virtual en marzo y uno presencial en junio y al aire libre, Rotterdam se inclinó por dividir su amplio programa en dos, con la mitad de las secciones en febrero (las competiciones principales, véase Caimán CdC nº 102) y la otra mitad en junio, que al menos pudieron ofrecerse también presencialmente al público holandés. En conjunto se trató de un programa mucho más reducido de lo que era habitual en Rotterdam y aún así lo conformaron casi doscientos títulos entre cortos y largometrajes. Bien en cierto casi una cuarta parte de todos ellos correspondían a la sección Regained, la que más se ha potenciado desde la nueva dirección del festival. Regained siempre fue algo así como una subsección dedicada a los documentales sobre cine y alguna que otra restauración. Con 37 películas y bajo el comisariado de Olaf Möller, este año se convirtió en todo un festival en sí misma, la demostración de que las secciones más estimulantes de los festivales son aquellas que propician un diálogo entre el cine del pasado y el del presente (Back and Forth en Documenta Madrid, Ghosts & Apparitions en Sheffield).

Entre estas recuperaciones de Regained nos podíamos encontrar desde un par de películas del etnógrafo suizo Henry Brandt, del que este año se cumple el centenario de su nacimiento, la versión no censurada de The Crown Jewels of Iran (Ebrahim Golestan, 1965), un encargo gubernamental que deviene en crítica radical de los Phaleví (y en sus primeros minutos anticipa los últimos trabajos de Jodie Mack), o la políticamente oportuna recuperación de The Amusement Park (George A. Romero, 1973). Sin embargo, estas imágenes del pasado resurgieron en Rotterdam también en forma de películas de archivo, de las que había una nutrida representación. Por ejemplo, en The Village Detective: a song cycle Bill Morrison parte del hallazgo por parte de un pesquero islandés de cuatro latas conteniendo una versión incompleta de la película soviética Derevenskij detektiv (1969, Ivan Lukinskij). Este hallazgo es una mera anécdota, pues la película se conserva completa, pero a Morrison le sirve de disculpa para emprender una investigación en torno a su actor protagonista, Mihail Žarov, que empezó en el cine en 1915 y sufrió las represalias del estalinismo, y, sobre todo, para incidir en su interés por el deterioro de las imágenes, por su decadencia física. Puro fetichismo que comparte con Stephen Broomer, quien, en Fat Chance, se sirve también de otro actor, Laird Cregar, para manipular las imágenes de dos películas de John Brahm que interpretara justo antes de su prematura muerte; una manipulación gratuita, en teoría utilizando elementos químicos sobre el celuloide, por más que la copia final digital no deje de despertar sospechas sobre sus resultados e intenciones.

Nada de esto sucede, por suerte, con The Philosophy of Horror – A Symphony of Film Theory, de los húngaros Péter Lichter y Bori Mate, quienes parten de las imágenes de las dos primeras Pesadilla en Elm Street, ralladas, pintadas a mano, intervenidas físicamente, pero también narrativa y sonoramente. Como su mismo título deja intuir, la película aspira a proponer una suerte de metadiscurso sobre el cine de terror inspirado por el libro homónimo de Noël Carroll (sus siete capítulos parten de citas de su libro: terror, emoción, geografía, curiosidad, fascinación, paradoja) y con una banda sonora elaborada a partir de sonidos de otras muchas películas de terror, de ahí lo de la “sinfonía de la teoría del cine”, un subtítulo nada modesto para una propuesta que intenta condensar las imágenes, los sonidos y la teoría de todo un género en poco más de una hora. El acercamiento al cine de Raoul Walsh que nos propone Nicolás Zukerfeld no es tan ambicioso, pero no por ello resulta menos fascinante. No existen treinta y seis maneras de mostrar a un hombre que se sube a un caballo es durante su primera media hora una película de found footage más o menos prototípica: escenas de películas de Walsh en las que sus personajes se suben, efectivamente, a un caballo, pero también otras muchas acciones mucho más cotidianas. Las repeticiones y variaciones dicen mucho sobre los códigos de representación del cine de Hollywood, pero la película de Zukerfeld trata en realidad de otro asunto que se desvela en su segunda mitad. Con la pantalla en negro, es su propia voz la que nos habla de la expresión que da título a la película y de la investigación que lleva a cabo para conocer su (apócrifo) origen. Zukerfeld va desmadejando la trama en un relato tan deslumbrante que resulta inevitable retomar de nuevo la película y volver a ver su primera parte.

El único premio que se concedía en esta segunda fase del festival era uno del público entre las películas de su nueva sección Harbour (equivalente a la antigua Voices) y quien se lo llevó fue Mi chiamo Francesco Totti, de Alex Infascelli. Narrada en primera persona por el propio Totti, rememorando su pasado la noche antes de su último partido con el club de toda su vida, la Roma, la película es todo un crowdpleaser que recorre la carrera del 10 italiano desde su infancia hasta 2017, con abundantes imágenes de archivo que, con la voz de su protagonista, a veces incluso ordenando un pequeño rebobinado, alcanzan una dimensión personal demasiadas veces inédita en este tipo de documentales, ya sea para comentar la rabia insoportable que sintió cuando los seguidores de la Lazio atronaron las calles de Roma en 2000 al ganar el scudetto o la felicidad infinita cuando lo ganó su equipo al año siguiente.