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El lenguaje desatado

Más allá de Mayo del 68, La mamá y la puta es una película sobre todas las derrotas posibles. Y Alexandre (Jean-Pierre Léaud) parece hijo de cada una de ellas. Más o menos como el protagonista de Un hombre que duerme, la novela que Georges Perec había publicado en 1967, un año antes del estallido parisino, Alexandre no hace otra cosa que yacer en la cama, escuchar música y vagabundear por la ciudad. La película de Jean Eustache, por lo tanto, podría verse como una serie de repeticiones de estirpe perequiana que se prolongan durante casi cuatro horas y en las que se alternan el apartamento, la calle y el café como lugares privilegiados, como escenarios intercambiables de un naufragio a la vez íntimo y colectivo. En Los 400 golpes (1959), de Truffaut, el niño Léaud huía de la ciudad para llegar hasta el mar. En la película de Eustache, el mismo actor se ve condenado a caminar en círculos, a asumir una inmovilidad paralizante. ¿Podría resumirse la historia de la Nouvelle Vague en ese trayecto inverso en el que alguien pasa de correr a dormir, de una vida que empieza a otra que se detiene? Quizá La mamá y la puta tenga tanto que ver con la película que dirigió Bernard Queysanne en 1974 a partir de la novela de Perec –y con guion también suyo– como con las tribulaciones de Léaud en territorio de Truffaut o Godard. Y en medio de esa genealogía imposible se situaría Marguerite Duras, con sus sinfonías urbanas de las que ya han desaparecido incluso los zombis como Alexandre. Pero esa sería ya otra historia…

Pues hay algo que distingue poderosamente a la película de Eustache: al contrario de lo que sucede en las novelas de Perec o en la adaptación de Queysanne, el protagonista de La mamá y la puta habla por los codos, casi siempre con el objetivo de seducir a las mujeres que se cruzan en su camino. Y cada vez que Alexandre abre la boca, resulta evidente que el suyo no es el lenguaje de la cotidianeidad, que seguramente no era así como hablaban los jóvenes de su edad en el París de la época. No es La mamá y la puta, en consecuencia, un film que fluya ‘como la vida misma’, por mucho que lo parezca, como tampoco lo son los de Éric Rohmer. Alexandre suelta parlamentos siempre muy elaborados, ideas complejas expuestas elípticamente, alusiones literarias disfrazadas de boutades a veces un tanto idiotas. Sus líneas de diálogo se sitúan de este modo en la tradición retórica francesa que va de Voltaire o Diderot a Malraux o Sartre, de quien precisamente se burla en el film. Pero también dejan ver una dudosa extroversión que revela su lacerante soledad, su necesidad de compañía, y sin duda su incapacidad para relacionarse con las mujeres de igual a igual. Sea como fuere, este enfrentamiento entre la reflexión metalingüística y la utilización desesperada del lenguaje para alcanzar un nivel de comunicación reconfortante culmina en una hermosa cacofonía: La mamá y la puta es una película sobre la teatralización del lenguaje entendida como ruido necesario, como artificio que oculta una cierta verdad, en la más pura tradición baziniana.

La película de Eustache, entonces, no es realista porque se erija en testimonio de una época sino porque proclama la imposibilidad de hacerlo. Su estrategia consiste más bien en jugar al escondite con el realismo, en construir pacientemente un simulacro de realismo que equivalga al simulacro de lenguaje utilizado por Alexandre. El protagonista habla tanto y tanto que la longitud de su discurso también obliga a expandir la duración del film, cuya trama es más bien concisa y simple. Se trata de un proceso lento y trabajoso, que Eustache expone con morosidad deliberada e hipnótica, consciente de que es su obligación mostrar la lenta extinción del lenguaje de Alexandre superpuesta por momentos a la emergencia de otras palabras, las de Marie (Bernadette Lafont) y Veronika (Françoise Lebrun), creadoras e inventoras de un nuevo lenguaje que fagocitará el suyo, hasta dejarlo mudo o balbuciente en las escenas finales. El lenguaje de Alexandre se va debilitando hasta quedar exhausto, cada vez más convencido de que ya no tiene nada que hacer en el nuevo contexto, de que los tiempos están cambiando y se impone una transición que afecta a su propia historia, a la propia película, al propio cine. La mamá y la puta es la crónica épica de una transformación personal, más que una elegía balzaquiana por las ilusiones perdidas, y es curioso que en este sentido se parezca a los westerns que en esa época filmaba Sam Peckinpah, llenos de cowboys tan tristes y decadentes como Alexandre: retrata el fin de una época, aunque en su caso sustituya las pistolas por una dudosa elocuencia y descarte cualquier tipo de heroísmo sacrificial. En el interregno, solo comparece un silencio espeso que deja paso a una incierta metamorfosis, a las palabras retadoras de Veronika en su monólogo final. De un amasijo de consignas abrumadoras se ha pasado a la fragilidad de un rostro que exhibe una herida abierta.

En efecto, si el film ocupa una posición privilegiada en la filmografía de Eustache no es por su singularidad, sino porque supone la primera culminación de una andadura errabunda que con los años se tornará más y más radical. Junto con Les Mauvaises fréquentations (1964), Le Père Noël a les yeux bleux (1966) y Mes petites amoureuses (1974) conforma su corpus de filmes más narrativos y dramatizados. En cambio, Numéro zéro (1971), Une sale histoire (1977), Les Photos d’Alix (1980) y Le Jardin des Délices de Jérôme Bosch (1981), aunque también cuenten historias, se limitan a hacerlo a través de personajes encerrados en habitaciones, que hablan tanto o más que Alexandre, pero ahora en situaciones altamente codificadas que excluyen cualquier tipo de comunicación con sus interlocutores y de identificación por parte de la audiencia. Las postrimerías del lenguaje clásico del cine, o de los albores del moderno, dejan paso al nacimiento de un nuevo paradigma en el que ya no regirá la noción tradicional de realismo, tampoco de belleza o de emoción. Y hay que ver, en La mamá y la puta, el estilo neutro y distante con el que Eustache filma a personajes y situaciones, esa rara gramática del plano que desnuda y estiliza todo lo que toca, para darse cuenta de la magnitud de su desafío: consciente de que su cine pertenecía al languideciente mundo de Alexandre, concibió el film como la demolición sistemática de ambos lenguajes, no solo el del dandi en decadencia sino también el del cineasta que, de algún modo, había creado un último espacio fílmico para su alter ego.

Carlos Losilla