No hacía falta llegar hasta Aloners para percatarse de que en esta edición del Festival de San Sebastián escasean los abrazos. La soledad es una dolencia que consume a muchos de los protagonistas de buena parte de los títulos seleccionados, y cada una de estas historias aborda ese trágico sentimiento desde distintas perspectivas. Puede decirse que, a partir de estos relatos que asumen esa condición de aislamiento que experimenta el ser humano, se dibuja un preciso retrato de la acuciada desvinculación que impera en la sociedad de la hiperconexión. Hong Sung-eun apunta a todo ello en su primer largometraje, un film sobre aquellos que quedan aprisionados entre las múltiples pantallas que los rodean. Jina, su protagonista, es una de esas personas que viven cercadas por los ‘black mirrors’ que utilizan. Su interacción con los demás está mediatizada por una tecnología que impone siempre una distancia física con los otros: ya sea en lo laboral (trabaja como operadora telefónica en atención al cliente) como en lo familiar (la relación con su padre se limita a observarle a través de una cámara de seguridad instalada en su salón). Escondida tras su smartphone, con los auriculares como escudo, Jina descubre que hay ciertas corazas que no son tan útiles, ni tan infalibles. En los últimos minutos del film, Sung-Eun filma a Jina de perfil, quedando el televisor al fondo, una excepción que contrasta con los numerosos planos–contraplanos de esta joven que continuamente ha estado frente a una pantalla. Así, la poética del realizador que apuesta por la sutileza y el minimalismo tiene su culmen en esta escena donde un leve cambio en la forma que habla de un gran cambio en el fondo de su personaje. CRISTINA APARICIO
Con apenas tres elementos (un vecino fantasmal, un padre ausente y un entorno laboral anodino), Hong Sung-eun perfila, no sin la esperada ingenuidad de un debut cinematográfico, el que quizás sea el más certero acercamiento a la amargura juvenil del tiempo presente, señalada por un mercado laboral en condiciones trágicas y por una sociedad que tiende al aislamiento más profundo. El personaje, una chica marcada por una historia personal cuyo origen se nos niega, vive aislada en una burbuja gracias a los auriculares de su teléfono móvil, al cubículo de su puesto de trabajo y a la intimidad forzada de su pequeño apartamento. Parece que se haya acostumbrado a ese silencio hasta el punto de que el contacto humano resulta molesto. La joven atraviesa el mundo de pantalla en pantalla: la del móvil, la del ordenador de su trabajo, la del televisor de casa… Tanto que las personas ya parecen espectros, como el fantasma de su vecino. A pesar del silencio de esa rutina íntima, la película no busca caer en el tedio sino generar una capacidad de inmersión total en la vida privada de la protagonista. Todo se repite en un inútil intento de controlar el caos interno. La llegada de una becaria, el encuentro inevitable con lo humano, precipitará el cambio. También en lo formal. El primer plano en interiores como gesto acompañante, el plano general en el exterior como gesto de lo anodino, de lo indiferente. Auténtico triunfo de la sección New Directors, las imágenes lamentables que pretenden simular una cámara de seguridad instalada en el apartamento del padre no estropean la belleza de un retrato íntimo como este en el que, queriendo acercarse a la historia personal de una chica anónima, ha terminado por retratar el sentir de toda una generación. JONAY ARMAS