Print Friendly, PDF & Email

Emparedada entre dos celebraciones, como ocurría en El padrino, la última película de Jonas Carpignano se enfrenta a la mafia de la droga calabresa como si se tratara de un secreto envuelto en múltiples capas, una cebolla metafórica que la protagonista, la hija adolescente de uno de sus capos, deberá pelar a conciencia para llegar al conocimiento y la madurez. Y no menciono El padrino por casualidad: hay algo épico en el cine de Carpignano, un deseo de contar historias y más historias, y de relacionarlas con el tema de la inocencia puesta a prueba, que lo emparenta tanto con Coppola como con otros cineastas de su generación, una especie de émulo de Scorsese que quisiera filmar como si fuera el tercero de los hermanos Safdie. Todo eso es mucho decir, claro está, y quizá de ahí que el responsable de Mediterranea (2015) y A ciambra (2017) se haya decidido a cerrar su trilogía de Gioa-Tauro con una orgía de imágenes de la que finalmente no sabe muy bien cómo salir, sobre todo cuando quiere recubrir el conjunto con un manto de auteur europeo de ultimísima generación, de los que suelen prestar más atención al envoltorio que al paquete en sí.

La Chiara del título, en efecto, tiene por padre a un tipo demasiado normal, un intermediario que un día debe desaparecer para salvar su vida. Y ahí empieza la peregrinación de la protagonista, que la lleva de las calles de Urbino a un dédalo de incidentes más amontonados que estructurados, todo ello una simple excusa para rodar en un estilo presuntamente naturalista que quiere convertirse poco a poco en abstracto, y que a su vez intenta hablar de demasiadas cosas, de la mafia como producto del sistema a la paternidad como mito, pasando por la capacidad innata de la adolescencia para fabular e imaginar. Pues la perspectiva desde la que se cuenta todo pertenece siempre a la tal Chiara, pero Carpignano, director poco sutil y aún menos riguroso, por mucho que empiece dejando la historia mafiosa en fuera de campo, la va incorporando poco a poco a su relato hasta convertirla en protagonista absoluta y renegando de su propia estrategia: aunque los actores no son tales, sino habitantes de la zona en la que se ha rodado la película, y a pesar de que el film contrarresta ese effet du réel con un uso muy particular del punto de vista, el artificio va ganando terreno, agota la paciencia visual del espectador y, a medida que lo hace, va perdiendo en el camino buena parte de sus hallazgos iniciales.