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Quizá una culminación provisional de la no demasiado extensa filmografía de Apichatpong Weerasethakul, quizá un intento de internacionalizarla y hacerla más asequible, si es que eso es posible, Memoria puede abordarse desde diferentes perspectivas. Es, ante todo, un recuento de temas y formas, desde la estructura en bloques secuenciales tan habitual en el responsable de la ya mítica Tropical Maladie hasta un tratamiento del tiempo que no solo lo dilata y estira como si se tratara de un chicle, sino que también, y sobre todo, lo convierte en una maraña de pasadizos secretos, de correspondencias inesperadas, de rimas internas que pueden pasar desapercibidas incluso en un segundo o tercer visionado, algo que lo emparenta inesperadamente con, por ejemplo, el cine de David Lynch. Pero también estamos ante un giro maestro, un sutilísimo cambio de rumbo que ostenta como emblema a Tilda Swinton, la última musa del cine de autor, y como estrategia una ruptura con las estructuras binarias tan típicas del cineasta: casi como en una película de suspense, al principio se plantea un misterio que se resuelve al final, pero esa clausura es solo el inicio de otra cosa, de otro enigma que ya no se nos da a ver, por mucho que continúe dando vueltas en nuestra cabeza durante mucho tiempo.

Swinton incorpora a una mujer obsesionada con un sonido que ni siquiera sabe definir, que la asalta en los momentos menos pensados y la lleva a un largo peregrinaje por Colombia, el país en el que se encuentra casualmente (y también el inesperado lugar de producción del film). La primera parte es ejemplar, maneja esa trama mínima con riguroso sentido del timing y de las elipsis, crea escenas sin continuidad posible que se suceden unas a otras siempre enfrentándose entre sí, a veces incluso desmintiéndose unas a otras: la relación de la protagonista con un músico que intenta ayudarla es como el inicio de otra película que nunca se llega a desarrollar y que demuestra el innato sentido narrativo de Apichatpong, aquí más cerca de Borges que nunca, hasta el extremo de que un apunte posterior abre nuevas posibilidades en el seno de ese relato maestro. La segunda parte, sin embargo, es más convencional e incluso llega a cerrar algunas de las puertas abiertas en la primera, algo que no le sienta muy bien al estilo flotante e incierto del cineasta. O planteado de otro modo: este crítico no entiende muy bien por qué en ese largo segmento se deja claro que se está hablando de un misterio, cuando lo mejor del cine de Apichatpong aparece cuando incluso ese tipo de menciones o sugerencias quedan obliteradas. Pero será cosa mía, sin duda, pues en contrapartida pocas veces en los últimos tiempos he tenido tal sensación de estar ante una película que hace de la memoria, partiendo de su título, una mera cuestión de tiempo, pero de un tiempo que no tiene nada que ver con ese que pensamos diariamente y que –oh, maravilla— se hace presente en las imágenes como un personaje más. ¿Será en el fondo Apichatpong el heredero natural de Alain Resnais, es decir, de una modernidad fílmica que, como ese sonido de procedencia desconocida, parecía perdida en la lejanía?