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Carlos F. Heredero.

Un fantasma recorre el cine del presente. Enfrentado simultáneamente a la más veloz mutación tecnológica de toda su historia y a una crisis económica que ha irrumpido en el curso de este proceso con devastadores efectos financieros, la creación fílmica de nuestros días deja traslucir, por activa o por pasiva, los reflejos de esa quiebra profunda en las ya viejas certezas de la economía y abre bajo los pies de la industria cinematográfica el abismo que supone poner en cuestión el concepto de “excepción cultural”, lo que equivale a poner en peligro las políticas que hacen posible abrir espacios para la expresión de una cierta pluralidad de opciones estéticas.

La burbuja ha estallado para todos, no sólo para los pensionistas, para los funcionarios y para los trabajadores asalariados (elegidos injustamente como primeras víctimas por la mayoría de los gobiernos europeos, incluidos los socialdemócratas). El eufemismo de los famosos “recortes” implica –en su verdadera aplicación práctica para todos los ámbitos del audiovisual– empezar a desmantelar las inversiones culturales y ceder nuevas parcelas de poder a la no menos eufemística “autorregulación” del mercado, lo que se está traduciendo ya, ahora mismo, y sin esperar siquiera a la aprobación de los nuevos presupuestos que regirán para 2011, en graves amputaciones de las subvenciones a los festivales de cine (obligados a suprimir ciclos, publicaciones y actividades), en la reducción drástica del fondo de protección para la producción (con la subsiguiente amenaza de parálisis en la industria y, por lo tanto, de paro creciente entre los trabajadores del sector), en el retroceso de las inversiones televisivas para la producción de cine (facilitadas más aún, de manera suicida, por la nueva Ley del Audiovisual), en la congelación de todos los planes para la creación de necesarias infraestructuras (empezando por la construcción del Centro para la Conservación y Restauración de la Filmoteca Española) y en el abandono de las políticas activas que serían necesarias para evitar que la transformación tecnológica en curso deje al sector de la exhibición –todavía más de lo que ya lo está en la situación actual– al albur de los intereses privados de las grandes corporaciones multinacionales.

Para decirlo claro: la crisis no sólo está ahí fuera; está también dentro del cine. Los trabajadores y los creadores del audiovisual se ven obligados a bregar con sus consecuencias lo quieran o no, lo vean venir o cierren los ojos ante el tsunami del que habla el artículo de Carlos Reviriego como apertura de nuestro Gran Angular, dedicado este mes a rastrear los reflejos de la crisis en las imágenes de la producción actual. Lo que nos lleva no sólo a inventariar cuantas manifestaciones dramáticas, estéticas o narrativas derivadas de la crisis surgen por doquier, sino también a preguntarnos, con Carlos Losilla, si este cine de la crisis lleva aparejada simultáneamente una crisis del cine, en el sentido de interrogarnos sobre las formas que están tomando, desde hace algunos años, las creaciones fílmicas más vivas o más representativas del tiempo en el que vivimos.

Si el cine es, necesariamente, registro del presente y memoria del pretérito, ¿cómo registran sus imágenes los temblores y las sacudidas que experimenta la sociedad en la que surge?, ¿cómo da cuenta del terremoto que se abre bajo sus cimientos en el momento actual?, ¿cómo reacciona frente a la conmoción que viven los hombres y mujeres que lo hacen y que lo ven…? Son preguntas que no pueden encontrar respuestas completas en ningún dossier de ninguna revista, pero estamos obligados a planteárnoslas si no queremos asistir como espectadores pasivos (es decir, sólo como víctimas) al torbellino que nos envuelve y que amenaza con arrastrarnos.