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Carlos F. Heredero.

El estreno mundial de Roma, simultáneamente en una plataforma accesible desde los ordenadores y las televisiones de todo el mundo y en algunas salas de varios países, viene a plantear –ya de manera frontal, y además impostergable– hasta qué punto la circulación y el consumo del cine viven hoy una transformación que está cambiando, quizás ya para siempre, no solo el modelo de negocio, sino también los hábitos espectatoriales que habían sido mayoritarios durante las últimas décadas.

No es este el primer caso de un film de Netflix que se estrena en los canales del VOD y se proyecta, a la vez, en algunas pantallas comerciales (ya sucedió el año pasado con Okja, de Bong Joon Ho), pero en esta ocasión la resonancia de la película (León de Oro en Venecia, candidata al Oscar por México, objeto de alabanzas por la mayor parte de la crítica mundial), más el hecho de que, finalmente, sus productores hayan optado por llevarla a un número mayor de salas en bastantes más países, ha terminado por dar otra dimensión a la coyuntura.

A estos efectos, poco importa que las imágenes de Roma –filmadas por Alfonso Cuarón con amplios encuadres en 65 mm llenos de elementos significantes en prácticamente cada centímetro de su superficie– estén pidiendo a gritos su visionado en grandes pantallas y en salas dotadas con los mejores equipos de sonido para poder captar adecuadamente la potencia visual de sus composiciones, la belleza de su satinado blanco y negro y la rica complejidad de su banda sonora trabajada con Dolby Altmos (donde el español y el mixteco indígena se suceden sin solución de continuidad). Sin duda ese tipo de proyección podrá proporcionar a sus espectadores una experiencia sensorial y cultural mucho más enriquecedora, pero la naturaleza del cambio que está en marcha va mucho más allá de estas importantes consideraciones.

Y como siempre ha sucedido en los momentos de cambio (recuérdese el desconcierto generalizado, las dudas y las incomprensiones que generó en su día el paso del mudo al sonoro), nos encontramos ahora, una vez más, en el ojo del huracán; es decir, en medio de una transición que evoluciona a gran velocidad (sin duda, mucho más rápida que todas las anteriores) y frente a la que estamos un poco perdidos, pues a todos nos falta perspectiva y distancia suficiente como para vislumbrar con claridad hacia dónde nos encaminamos, cuáles son los peligros y cuáles las ganancias que ofrece el camino, y cómo será y funcionará finalmente el nuevo ecosistema resultante.

Nadie tiene una mágica bola de cristal que nos anuncie el futuro, pero la mayoría de los  síntomas sugieren que atravesamos una etapa en la que todos los actores en presencia (salas y  espectadores, pero también festivales, televisiones, distribuidores, academias, filmotecas y legislaciones) tienen que adaptarse con rapidez para no quedar descolgados (ya le pasó a Cannes este año, y les puede pasar también a las academias y a la crítica, a poco que nos descuidemos), para regular las nuevas realidades a las que nos confrontan los horizontes abiertos por la innovación multimedia y para proteger, a su vez, la viabilidad del cine independiente y de
las creaciones más atrevidas, así como el acceso a las formas más humildes de producción.

La tarea es ingente y urgente, porque la realidad industrial y tecnológica va muy por delante y porque los retrasos se pagarán con sangre (cinéfila y económica).