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Enric Albero.

No hay mejor ciudad que Berlín, escenario del fin del mundo de las economías posibles, para comprobar de primera mano el dominio de la teocracia neoliberal. En la Berlinale las películas se acumulan en secciones que alcanzan el medio centenar de títulos, como si el único objetivo fuera el crecimiento por el crecimiento y un festival unos grandes almacenes. Así pues, ante el alud de filmes no queda más que entregarse a los visionados atléticos, abarcando mucho y apretando poco, saltando de una sección a otra sin completar ninguna (por más que aquí nos centremos en la Sección Oficial).

El último año como director de Dieter Kosslick se ha cerrado con un apartado competitivo vapuleado por los medios. A la retirada, a última hora y aduciendo problemas técnicos, de la película de Zhang Yimou (One Second) y a la reiterada polémica entre el sector de la exhibición y Netflix a propósito del último trabajo de Isabel Coixet, hay que sumar los varapalos que se han llevado realizadores como Lone Scherfig, Fatih Akin y, en menor medida, Agnieszka Holland. No son pocos los que esperan que, con la llegada a la dirección del actual responsable del festival de Locarno, Carlo Chatrian, esta galería de sospechosos habituales se convierta en una foto de recuerdo y no en una tarjeta de invitación para futuras ediciones. Que la dedicatoria con la que Isabel Coixet firmó el poster gigante que decoraba los pasillos del Berlinale Palst fuera “maybe this is the last time i’m here so i’m going to have fun (i love D.K.)” quizá sirva como augurio. De hecho, Elisa y Marcela, último trabajo de la realizadora catalana producido por Netflix, se observa como una película de otra época, ajena por completo a la modernidad. La larga ovación con que el público berlinés premió a Coixet constata, una vez más, que la importancia temática suele estar muy por encima del valor artístico de las obras.

En un certamen gay friendly como la Berlinale, la historia de amor entre Elisa (Natalia de Molina) y Marcela (Greta Fernández), basada en un caso real ocurrido en Galicia a principios del siglo XX, fue como el maná de la visibilidad, tal y como corroboró la lluvia de aplausos posterior. Ahora bien, si uno deja de lado el oportunismo –estamos ante un alegato en favor del matrimonio homosexual– y se centra en las formas, se topará con un melodrama torpe en el que los subrayados musicales y los diálogos explicativos se esfuerzan, sin necesidad alguna, por transmitirnos las alegrías y tristezas de las protagonistas. Secuencias como la de las lecturas de las cartas que se intercambian o la del baño en el mar sirven como ejemplos de esa cargante explicitud envuelta en unas imágenes de reportaje de viajes de suplemento dominical.

A este cine avejentado se le ha opuesto una improvisada trilogía de películas varadas, historias en las que lo narrativo es mucho menos importante que la captura de una sensación o la transmisión de un estado, pobladas todas ellas por personajes encallados. En Repertoire de villes disparues, Denis Côté se mueve entre el relato costumbrista y la ghost story para fijar la desaparición de esa pequeña comunidad de apenas doscientos habitantes que forma el pueblo de Irénée-les-Neiges. Desde la textura de la imagen (el celuloide apareciéndose como un espectro en plena era digital) a la trama mínima que ordena el relato (el regreso de los fallecidos), pasando por un diseño de producción, todo ayuda a tejer un discurso político que opera siempre en segundo plano. Cuestiones como el desmoronamiento de las áreas rurales y el abandono del pueblo como única solución se cruzan con la propia reticencia de la comunidad a asimilar a los foráneos, conformando una compleja paradoja envuelta en una atmósfera inquietante.

Si los habitantes del pueblecito quebequés se debaten entre la resistencia y la huida, y esa diatriba les lleva a una situación de bloqueo, la última imagen de Synonymes (Nadav Lapid, 2019) nos deja a Yoav (Tom Mercier), que se ha instalado en Paris procedente de su Tel-Aviv natal, golpeando la puerta de un apartamento al que no le dejan acceder. La otra opción pasa por regresar a ese Israel del que ha huido. Sirviéndose de su propia experiencia, Lapid firma una comedia voluntariamente absurda con la emigración, el conflicto con las propias raíces y las identidades nacionales como objetos a diseccionar. El realizador israelí juega con lo simbólico con aparente naturalidad: Yoav llega a Paris y el primer día le roban todo cuanto posee, ropa incluida; esto es, se ve obligado a reiniciarse. La crítica furibunda contra el estado de Israel halla su espejo en el vitriolo que el director de La profesora de parvulario vierte contra la burguesía francesa –esa pareja que parece sacada de un film de Truffaut y que no solo lo acoge, sino que provee a Yoav de todo cuanto necesita– y contra los nacionalismos en general (impagable la secuencia de las clases para obtener la nacionalidad). Las peripecias de Yoav pueden leerse en clave geopolítica: la Francia acogedora y multicultural, pero también esnob, clasista y explotadora (la secuencia de la prueba como modelo); el Israel beligerante, autoritario y detentor de la verdad absoluta representado por Yoran, y un protagonista que se eleva como una contradicción permanente y ambulante, atrapado en una encrucijada vital (el exilio o el regreso) cuya solución, sea la que sea, conllevará la derrota. Que el Héctor de la Ilíada sea la figura mitológica a la que Yoav recurre para explicarse no es baladí.

La película de Lapid, que exige digestión mental, capacidad de asombro y huida de la literalidad, se hermana felizmente con I Was at Home, But de Angela Shanelec. Falso drama familiar que oculta un ensayo sobre la relación arte-vida, esta película de apariencia críptica, voluntariamente bressoniana, está entretejida por situaciones prosaicas, aparentemente inconexas, que terminan por encontrar un significado común cuando la película se transforma a partir de una conversación que mantienen la madre interpretada por Maren Eggert y un profesor, sobre un fragmento de un película y la relación entre lo que allí se representa y la verdad que se pretende mostrar (se habla de un encuentro entre dos personajes, uno de los cuales es un enfermo… interpretado por alguien realmente enfermo). A partir de ese momento, la incomunicación deja paso al estallido de las emociones, cambia incluso el modelo interpretativo por el que los actores se regían hasta ese momento, y las piezas aparentemente dispersas empiezan a encajar (y ahí, esas secuencias aisladas de la representación escolar de Hamlet encuentran su eco en la relación familiar).

El resto de la sección oficial –que este cronista no vio en su totalidad– ofreció películas-imitación, como la turca A Tale of Three Sisters (Emin Alper, 2019), que se quiere deudora del cine de Nuri Bilge Ceylan y se queda en una sucesión de secuencias que parecen copiarse unas a otras, con personajes apenas esbozados y con una fotografía preciosista que no oculta las múltiples carencias de esta historia de liberación femenina de tres hermanas víctimas de un sistema arcaico y desigual. También juega en la liga de la mímesis La paranza dei bambini (Claudio Giovannesi, 2019), adaptación de la novela de Roberto Saviano que, más allá de su corrección, se convierte en continuadora del modelo Gomorra: la serie (y no tanto de la película de Garrone, más alejada de los corsés narrativos). Vibrante, con una cámara que se pega a los cuerpos de una nueva generación de camorristas cada vez más joven, la película es como un motorino que se desplaza siempre por las mismas calles. Quien sí se aparta del sendero manierista que había transitado en sus últimos trabajos es François Ozon, que en Grâce à Dieu aborda un caso real de pederastia en el seno de la iglesia católica todavía sin resolver. El director de Le Temps qui reste levanta acta notarial del asunto y su puesta en escena parece imitar la desapasionada labor del taquígrafo: siempre mantiene la distancia (de hecho, está próximo al documental observacional); la división de la obra en tres partes, correspondiente a los tres personajes que vehiculan el relato, busca el equilibrio discursivo e incluso ideológico; y su duración (137 minutos) guarda una relación directa con la voluntad de no dejarse nada en el tintero. Son esas mismas decisiones, quizás, las que también jueguen en contra de una película que, por momentos, se torna monocorde.

Así pues, la Berlinale osciló entre las presentaciones de cineastas asiduos al certamen que están lejos de atravesar su mejor momento y entre propuestas que, precisamente, rompen con una ortodoxia autoral ya muy alejada de la modernidad (a mitad de camino figuran películas como God Exists, Her Name is Petunia de Teona Strugar Mitevska, que a pesar de sus subrayados sobre las cuestiones feministas propone un nuevo imaginario capaz de cruzar Furia de Fritz Lang con las excentricidades propias del Kusturica más en forma). Aunque puede que sea más deseo que intuición, da la sensación de que la nueva Berlinale de Carlo Chatrian se sustentará en obras como las de Côté, Lapid y Shanelec con las que, de algún modo, la 69ª edición ya señala tímidamente el horizonte hacia el que se ha de dirigir el festival. El 20 de febrero de 2020 lo sabremos.