Manuel Asín.
Dicen que cuando aún no había hecho ninguna película e iba a casa de sus amigos, Godard solía quedarse cerca de los estantes de libros, tomando uno tras otro al azar y leyendo de ellos solo la primera y la última página. Es probable que la anécdota sea apócrifa, pero encaja bien con otra escena, de la que en este caso tenemos constancia gracias a una secuencia del primer largometraje de Eric Rohmer, El signo del león (1959), en la que Godard parece ajeno a la fiesta que prolifera a su alrededor, viste gafas de sol pese a encontrarse en un interior, y está concentrado junto a un tocadiscos cuya aguja lleva una vez tras otra al punto en el que una breve frase de Beethoven puede volver a sonar.
Viene todo ello a cuento de El libro de imágenes, película casi íntegramente compuesta de fragmentos de otras películas, pero cuyo título puede leerse también como una paradoja. Y es que, si hay algo que muestran las escenas de la biblioteca y del tocadiscos —sobre todo al pensar en lo que luego serían las películas de Godard— es que en la década de los cincuenta el cine aún no había alcanzado la madurez tecnológica de la literatura y la música, al menos en lo que se refiere a su comercio. En aquel entonces a las películas —como a las palabras en otro tiempo— se las llevaba el viento, y aunque siempre era posible empezar a verlas por la mitad, aún no lo era pasar sobre ellas la yema del dedo índice como sobre la esquina de una página o sobre una pantalla táctil, para hacer del mirar imágenes y del escuchar sonidos ese ábrete sésamo voluntarista y especular con el que tan familiarizados estamos hoy.
“La verdadera condición humana es pensar con las manos”, nos ha recordado la voz de Godard en muchas ocasiones, y volvemos a escucharlo al principio de El libro de imágenes (que está compuesta de cinco capítulos, “como los dedos de la mano”). Ahora bien, si de lo que se trata es, como siempre en el último Godard, de pensar algo tan concreto como la historia del cine, podemos conceder que este no ha estado en situación de volver sobre su propio pasado hasta que han aparecido las herramientas que permiten tocar (y manipular) de manera cotidiana las imágenes y los sonidos que lo componen. Correspondía a Godard convertirse en su historiador ya que, incluso antes de que apareciera el vídeo, fue él quien inventó el método que permite a cualquier espectador hacer con las películas lo mismo que ya se hacía con los libros y con los discos: hojear sus partes y volver a ensamblar sus fragmentos a través de un truco que al principio consistió no tanto en sopesar con las manos como en mover con ligereza los pies: cualquiera podía tomar el metro para llegar tarde a una sesión, entrar con la película empezada y no quedarse hasta el final, mezclar las imágenes y los sonidos vistos o recordados con lo que esperaba al salir a la calle, entrar en una segunda película, etc.
El compuesto de trozos de cine y trozos de escenas vividas que de ese modo se amalgamaba, se parece ya mucho a lo que luego serían todas las películas de Godard, desde Al final de la escapada a El libro de imágenes. Pero no nos apresuremos, no confundamos todavía pensar con hacer: retrocedamos al momento en que Godard aún no había tocado una cámara, como decíamos, sino que se limitaba a escribir sobre ellas en pequeñas y oscuras revistas. Y aquí viene la segunda parte del problema: ¿qué era eso de escribir sobre las películas? ¿No se trataba casi de una traición, de lo más alejado a pensar con las manos —por gestos, con señas, sin palabras—?
Alguien que por la misma época estaba más o menos en la misma situación, la de tener que hablar de las películas sin haber empezado todavía a hacerlas, Jacques Rivette, lo expresó con un teorema: “La crítica ideal de una película no podría ser más que una síntesis de las cuestiones que fundan dicha película: por lo tanto, una obra paralela, su refracción en el medio verbal. Pero el defecto de esto es que sigue estando hecha de palabras, sometida al análisis y a los rodeos. La única crítica (…) verdadera de una película no puede ser más que otra película.”[1]
Quizá sea de aquí de donde provenga la desconfianza de Godard, espectador-cineasta perpetuo, hacia la palabra, entendida como enemiga ancestral de la imagen. No de la palabra en sí, de la autoridad que reside en palabra (puesto que también la imagen sabe ser autoritaria), sino de la palabra que está en función de la imagen, es decir: de la palabra que viene de la imagen o que camina hacia la imagen, pero que no es todavía ella misma imagen (teniendo en cuenta que, para Godard, imágenes y palabras pueden cambiar de territorio y suplantar las unas a las otras; tanto en ese sentido restringido en el que, en clase, estudiábamos repertorios de imágenes literarias, como en las situaciones en las que las imágenes sirven de mero soporte a una idea).
Pero veamos un caso práctico, indirectamente relacionado con la película de Godard. Una amiga participa desde hace años en Yo Sí Sanidad Universal, un movimiento ciudadano que surgió contra la ley que en 2012 excluyó a cientos de miles de personas que viven en España del derecho a recibir atención sanitaria. Formaron grupos de acompañamiento que intentaban devolver este derecho a quienes se les había negado, y desde entonces han estado haciendo lo posible para ‘visibilizar’ (la palabra está en la portada de su web, y la ponen en negrita) las consecuencias de la ley. El pasado julio el nuevo gobierno publicó un decreto que, en teoría y según se anunció, recuperaba la universalidad del acceso a la salud en España. Sin embargo, una lectura atenta muestra que todo está preparado para que no ocurra así. La nueva ley pide a los sin papeles documentación de sus países de origen que, a la vez, sus circunstancias actuales hacen imposible que obtengan. Esta amiga, que se había reunido con algunos de los responsables del nuevo texto, decía que a estos les faltaba sobre todo una visión clara acerca de la situación de aquellos de quienes estaban hablando. Es decir: atrapados en el galimatías verbal de la ley, los legisladores no eran capaces de ver la circularidad de lo que proponían. Aquello era por el contrario lo que quienes habían estado acompañándolas durante años conservaban con más nitidez de ellas, de las personas privadas de este derecho: su imagen.
[1] Cahiers du cinéma, n. 84, junio de 1958
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