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Entrevista Pilar Palomero (versión ampliada de Caimán CdC nº 171)

La brújula de la confianza

En Las niñas (2020) estabas contando una historia personal y esta película parte de una propuesta de Valérie Delpierre y Alex Lafuente. ¿Qué cambia como directora a la hora de filmar historias ajenas?

A la hora de dirigir no, pero a la hora de posicionarme ante la película sí hay un cambio. En Las niñas me sentía muy legitimada para contar mis vivencias, pero en La Maternal estaba adentrándome en un terreno desconocido y eso me atraía. Me daba cuenta de las ideas preconcebidas y los prejuicios que tenía sobre el tema. Derribarlos mientras me iba documentando también fue la razón de hacer la película. La brújula que me ha guiado era recrear sus vivencias en la forma en que me las habían transmitido. Durante el rodaje les preguntaba, les enseñaba escenas para confirmar la veracidad de lo filmado. Sentía que su confianza me legitimaba para contar esta historia a pesar de no haberla vivido.

La escena en la que el grupo de mujeres comparte sus experiencias de la maternidad en la adolescencia parece estar filmada de otra forma. ¿Por qué incluir esta secuencia y de este modo?

Esa escena es una declaración de intenciones. Asumí junto al resto del equipo y la montadora el riesgo de incluirla, pues se puede ver como un paréntesis dentro de la historia, pero no podía dejarla fuera. Cuentan lo que han vivido, pero como actrices. Hay una mezcla entre ficción y realidad. Incluso una de ellas, Raki, no ha sido madre e interpreta la historia de otra chica que conocí. La intención no era grabarlo como un documental. Esa escena era un momento para devolverles desde la película todo lo que me explicaron y también un contrapunto a esa ficción que había construido en torno al personaje de Carla. Venían de haber pasado por una experiencia muy dura, habiéndose sentido juzgadas y culpabilizadas en sus entornos por ser madres adolescentes y estar en un centro para menores. Tenían ganas de poder expresarse y de explicar sus procesos, como si haciéndolo se liberasen de sus mochilas del pasado.

¿En qué medida su participación en esta película ha provocado algún efecto en ellas?

He hablado mucho con ellas de esto y, de hecho, no dejo de hacerlo. Cuando volvimos del Festival de San Sebastián les pregunté cómo se sentían, cómo lo habían vivido. Entiendo que es mi responsabilidad estar al tanto de cómo ellas lo sienten. Hicimos un pase antes de presentar la película, antes de decidir el corte final, porque sin tener la certeza de que ellas estaban satisfechas con el resultado, no hubiera tirado para adelante con ese corte de montaje. Quería en cierto modo tener su aprobación. Para todos (Valérie, Alex…) eso era lo más importante. Ellas manifiestan que intervenir en la película les ha transformado, pero que también ha sido duro volver a esas experiencias, a eso recuerdos, aunque ahora lo dicen desde un lugar muy distinto. Para algunas han pasado dos o tres años desde su maternidad y pueden verlo con menos rencor. Han crecido mucho desde entonces, han evolucionado. Volver ahí por supuesto que les dolía, pero también querían hacerlo. Creo que fue una forma de terapia para ellas en ese momento volver a esos recuerdos. Las transformó a ellas, pero también nos transformó a todo el equipo que rodábamos esa secuencia. Esa sororidad de la escena se transmitió a todo el equipo que estábamos allí rodando. Una de las cosas más importantes tras ese visionado antes del corte final fue que ellas me dijeron que viéndola se habían sentido otra vez allí, en La Maternal.

Has contado con Julián Elizalde en la dirección de fotografía. Su trabajo también tiene esta búsqueda de un naturalismo en otras películas que hibridan documental y ficción (Con el viento, 2018)…

Había visto el trabajo de Julián en otras películas, es un director de fotografía que me gusta mucho y tenía ganas de trabajar con él. La forma en que habíamos diseñado la película ha sido un reto para todos los equipos y particularmente para Julián, que llevaba la cámara en mano en algunas tomas de más de cincuenta minutos. Le pedía todo el tiempo que no hubiera ninguna marca para las actrices, ni nada que las pudiera limitar. A lo que hay que añadir que hemos rodado cronológicamente. Mi trabajo con él ha sido muy de piel con piel; cuando le explicamos este proyecto sentí que le gustaba la historia, y que estaba muy implicado. Ha sido fundamental en este rodaje.

Dentro de una narración con elipsis muy sutiles y precisas, la principal fue prescindir de la escena del parto. ¿Qué intenciones subyacen a esta decisión?

Estoy narrando dos años en la vida de Carla y tenía que elegir los momentos que quería mostrar. Tenía claro que la película no era tanto sobre la maternidad, sino sobre una adolescente que se ve obligada a ser madre y cómo le afecta eso a nivel psicológico y relacional. Quería mostrar escenas donde se reflejase ese viaje emocional. Más allá de una imagen esperada, no sentía que fuera a aportar mucho a este enfoque, pues el parto es un momento muy físico. Tampoco quería rodar un parto donde hubiese un recién nacido de dos meses y medio. Son detalles que me sacan como espectadora de una película realista. Sentía que no era necesario mostrar ese parto. Hay tantas complejidades en el hecho de ser adolescente y madre a la vez, que el parto no es uno de esos instantes significativos. Me hablaban de que no podían consolar los llantos de sus bebés, que querían salir por las noches y no podían, de las relaciones con sus familias, pero no del momento del parto en sí.

Como escribe Enric Albero en su crítica en este número (núm. 171, noviembre 2022, de Caimán Cuadernos de Cine), la puesta en escena de La Maternal resulta muy orgánica, repleta de puentes, trenes y lugares de paso en una película donde la protagonista está en tránsito. ¿Existe cierto riesgo en apostar por el detalle y la sutileza para narrar esta historia?

Era consciente de que La Maternal era una película muy complicada. Cuando al inicio compartía con mi entorno que iba a hacerla, percibía cierto reparo o rechazo hacia un tema complejo y al que en muchas ocasiones no queremos mirar. Esto me hacía decirme “hay que hacer la película, tenemos que lucharla”. Esta búsqueda de la sutileza era especialmente importante para tratar este tema. Un riesgo del que quería huir era caer en lo melodramático. Espero que esté conseguido y hasta que no la estrene no sé cómo la va a percibir el espectador. Lo que nuestra película buscaba era reflejar, mostrar, retratar esta realidad desde lo emocional y no tanto provocar una emoción. Cuando me planteo cómo dirigir la película pienso qué me gustaría ver a mí. Me interesan las películas que te dejan espacio como espectador, que no te dicen lo que tienes que pensar o sentir.

¿Cómo fue la dirección con actrices que eran menores y no profesionales? Parece que te sientes muy a gusto con esta franja de edad.

Es verdad que lo disfruto muchísimo, me di cuenta en Las niñas. Esa experiencia de disfrute entre directora y actrices creo que se refleja en la película. Para conseguirlo es necesario trabajar el ambiente que se crea y es fundamental el casting. Para descubrir a Carla con Irene Roqué, vimos a muchas chicas. Y con Carla, una vez que la conocimos, hicimos hasta diez castings diferentes. Era un papel en el que había que ir a emociones brutales en una misma toma. Eso que es muy difícil de conseguir, incluso para una actriz con experiencia, todavía lo es más para alguien que estaba por primera vez delante de una cámara. Abordar la complejidad de La Maternal solo lo concibo trabajando con tiempo (no todo el que me gustaría, las limitaciones de la producción mandan). Una escena como el ataque de ansiedad de Carla requiere de tiempo, no se consigue por casualidad. Trabajo también con Rubén Martínez, que es un coach de actores y en la película interpreta a uno de los educadores del centro. Su participación es muy importante porque hablo con él para conseguir en cada momento lo que buscamos. Es alguien en quien puedo confiar: si estoy marcando un plano, él ya está trabajando esas emociones. Para mí es muy importante rodar la escena sin haber mecanizado el guion y de manera muy trabajada, pero muy libre. Si algo no está funcionando, que podamos buscar una solución en el momento. Además, rodamos todo en orden cronológico. Le pedí a los productores grabar el pueblo en dos tandas porque me parecía muy importante para Carla-actriz, que no conocía el guion ni tampoco a las chicas. Sentía que algo cambiaría para ella cuando volviera allí después de haber experimentado con su personaje lo que era ser una madre en la adolescencia. Creo que eso está ahí en ese tramo final del pueblo; en su forma de estar en la bici o en esa escena del fútbol.

Los Monegros, la madre de Carla se llama Penélope (Ángela Cervantes), Bigas Luna, ¿de dónde surge este homenaje a Jamón, jamón (1992)?

El paisaje de Los Monegros es un lugar que conozco muy bien. Da igual las veces que lo haya visto que siempre me hipnotiza, es muy cinematográfico. Siento que gracias a Bigas Luna, entre otros, me dedico al cine. La primera vez que hice un curso de cine en mi vida fue con él en Zaragoza y Jamón, jamón es una de esas películas que tengo grabadas a fuego desde que la vi en mi adolescencia. Me impactó la capacidad evocadora de sus imágenes y ese universo que crea. Cuando estaba escribiendo el guion y había pensado en Los Monegros, apareció de forma natural, como un juego para darle un armazón a los personajes: ¿y si el personaje de Silvia (Penélope Cruz), estuviera embarazada en aquella película de una niña que después será la madre de mi Carla? Lo quería hacer desde la absoluta humildad. Quiere ser más un guiño sutil que un homenaje.

Llegasteis a rodar en la misma cafetería de carretera que se ve en la película de Bigas Luna…

A partir de esta idea del guion de jugar a conectar ambas películas, dije: ¿existirá todavía esa cafetería de Jamón, jamón? Cuando vimos que la cafetería seguía allí, quería encontrar un lugar que contase por sí mismo cosas. Que se pudiera entender que una niña de trece años que vive allí y que está la mayor parte del tiempo sola corre riesgos, que de alguna forma no está bien cuidada. Me parecía que ese lugar, ese paisaje (Los Monegros es también un espacio que puede ser muy duro y tiene un clima muy complicado), forjaban el carácter tanto de Carla como de su madre Penélope (Ángela Cervantes).

Es también una película donde las figuras masculinas están muy ausentes, o son casi fantasmales, como en esa escena final de Carla con su amigo…

Me he dejado guiar por el testimonio de las chicas. En casi todos los relatos se repetía algo: así como del parto no me hablaban, sí lo hacían de ese momento de comunicar el embarazo a la pareja, los miedos, las dudas por el juicio social… Todo esto gira en torno a un mismo tema: la educación. Es una pena que Carla lo viva así, que no se lo pueda contar a su amigo, pero es lo que necesitan en ese momento; no sentirse todavía más culpables en sus entornos. Es un extra que cargan en sus mochilas. Quería cuidar mucho el personaje de Efraín, el amigo de Carla y padre del bebé. Mostrar cómo se puede llegar también a la maternidad desde el cariño, no solo desde lo turbio u oscuro. En este caso, cómo llegar a esta situación por un desconocimiento total, desde la falta absoluta de educación sexual.

La Maternal es también una película sobre la adolescencia y te acercas a ella sin obviar la dureza de lo que se cuenta, pero con una mirada luminosa hacia una etapa que el cine muchas veces encapsula en el cliché. ¿De dónde surge el optimismo de la película?

Toda la luz y toda la energía que pueda haber en la película viene de ellas. Obviamente está el guion y la planificación del rodaje, pero la energía que ellas desprenden no se puede falsear, la tienen ellas. Esa energía propia de la adolescencia y de la juventud, de las ganas de vivir, de comerte el mundo y de descubrir nuevas cosas. Lo que he hecho ha sido darles el espacio para que eso florezca, para poder verlo, para poder sentirlo. También lo intentamos hacer así en Las niñas y aquí ha sido nuestra prioridad. En una historia que es tan dura, me parecía importante reflejar desde qué lugar lo cuentan. Ellas lo narran desde un sitio con mucha dignidad. Las ideas preconcebidas que tenemos pensando que todo es oscuro también están ahí, pero lo cierto es que los momentos de felicidad y tristeza conviven siempre. Para mí lo más importante era mostrar que maternidad y adolescencia son contradictorias. No incompatibles, pero sí dos momentos vitales completamente antagónicos. La maternidad es un momento para dar, entregarte y la adolescencia es para pensar en ti, ensimismarte, para descubrir quién eres. Tener el reflejo de estos dos momentos y mostrar esta contradicción era para mí la columna vertebral de la película.

Hay una escena donde utilizas un diálogo entre canciones de Estopa y C. Tangana para hablar de la relación entre Carla y su madre…

Si introduzco música en la película, quiero hacerlo con música que me gusta. Es un momento en el que madre e hija se atreven a demostrarse lo que sienten la una por la otra. Es una escena para que dos personajes que son incapaces de comunicarse y de verbalizar lo que sienten pudieran hacerlo a través de la música. Para sentirlo así tenía que encontrar dos temas que me emocionen y que tuvieran este carácter generacional; la música de Estopa me imaginaba que podía escucharla Penélope cuando era adolescente y la de C. Tangana era lógico que la bailase Carla.

¿Y por qué La Húngara para cerrar la película?

Para mi sorpresa, cuando ya habíamos rodado la película escuché en una entrevista con La Húngara, que hace esta colaboración en Tú me dejaste de querer, de C. Tangana, que había sido madre con quince años. Pensé que era algo más que una casualidad. Le propuse a Valérie que contactásemos con ella para ver si le apetecía participar de alguna manera. Se nos ocurrió que cantase esa nana, que es una versión de Tu calorro, de Estopa. Cuando la grabó, fue un momento muy tierno y bonito, porque revivió de alguna manera esa maternidad precoz. Ella entendía muy bien la historia que estábamos contando. Ese era un broche de oro para la película.

Javier Rueda

Entrevista realizada por videoconferencia, Madrid-Zaragoza el 11 de octubre de 2022.

 

Nathan Fielder. Un impostor sin síndrome

Lo advertía el psicólogo austriaco Paul Watzlawick en su libro ¿Es real la realidad? (1976), estableciendo un borrado de fronteras entre la construcción de la realidad y la falsa percepción de objetividad. En un contexto en el que las fake news, el relativismo y la simulación han invadido todas las esferas sociales, una figura como el creador Nathan Fielder no puede ser interpretado como una anomalía, sino como el síntoma que refuta la debilidad de las certezas contemporáneas.

Todo empezó con Nathan al rescate (Nathan For You, Comedy Central, 2013-2017) y sus cuatro temporadas intoxicando el concepto de realidad. El actor canadiense manifiesta desde el inicio su voluntad de falsear o adulterar la realidad desde varios experimentos sociales que son presentados en cada capítulo en un trepidante montaje que llega a fusionar hasta tres piezas en escasos veinte minutos. Una entrevista de trabajo donde un niño y una tortuga (!) dan las indicaciones al aspirante por un pinganillo, o un video aparentemente inocente, pero manipulado, en el que un cerdito salva a una cabra de ahogarse en un lago, y que da la vuelta al mundo (la farsa convertida en realidad) serían dos ejemplos de esta dualidad entre lo burdo y lo sutil. Porque donde subyace la sofisticación de la propuesta es en la mirada del espectador.

Fielder muestra las costuras de sus experimentos (el actor usando una barba postiza que evidencia más el disfraz que el camuflaje), pero nunca informa al espectador de si realmente todos los implicados son actores y la ficción lo contamina todo. La omnipresencia de una música propia del happy place más ingenuo parece estar advirtiendo que la naturaleza de las imágenes es demasiado perfecta. El autoengaño del espectador al confirmar con su mirada la necesidad de que la ficción repare las heridas de la realidad convierte en ese momento al showrunner en toxina y terapia al mismo tiempo.

Esta construcción de un personaje a medio camino entre el impostor y el clown encuentra su siguiente mutación en la ficción de Showtime Who Is America? (Movistar, 2018), de la que Fielder fue guionista y cuyo segundo capítulo dirigió. La presencia de Sacha Baron Cohen (un actor de mueca, disfraz y camuflaje) podría interpretarse como alter ego del anterior Nathan, de nuevo con esas barbas postizas tan burdas y ese desdoblamiento de identidades. La hilarante y corrosiva secuencia (escrita y dirigida por Fielder) en la que Sacha se hace pasar por un agente del Mossad que consigue un autógrafo de Dick Cheney (exvicepresidente de la administración Bush Jr.) en un instrumento de tortura manifiesta la audacia de este creador.

Este sarcasmo da paso a una narrativa más pausada y de calado más profundo en How To with John Wilson (HBO Max), de la que Fielder es coproductor. Andrea Morán definió en las páginas de la revista (Caimán CdC núm. 163, pág. 59) la serie como “Un manual de instrucciones para la vida”. Sin perder el tono de humor (John Wilson sabotea una fiesta de la MTV en el primer capítulo), la cámara da testimonio del día a día de un Nueva York apabullante pero que filtra también la soledad de una gran ciudad. Esta evolución de las narrativas en las que se implica Nathan Fielder tienen su culminación en Los ensayos, donde la tragedia consiste en inventar una ficción para huir de la realidad.

Javier Rueda

 

Entrevista Artur Tort (versión ampliada de Caimán CdC nº 169)

La imagen porosa

¿Qué implica para un director de fotografía trabajar con esta concepción flexible que tiene Albert Serra del guion?

Afecta a todo, es su forma de trabajar y esta es la gracia. Su idea gira en torno a permitir que en el rodaje, desde la puesta en escena y el planteamiento del dispositivo de tres cámaras con el que trabajamos, pueda suceder todo. Con estas improvisaciones trabajamos y luego en el montaje disponemos de todo este material increíblemente variado y poroso que no juzgamos. En el montaje contamos con este arsenal, que luego conocemos a fondo, juzgamos con objetividad y al que después damos forma. Aunque se escribe un guion que sirve como propósito conceptual de la película, es más un esquema argumental-temático, un poco primigenio, un poco esbozo, ideas de personajes… en el rodaje no utilizamos el guion per se. Luego todo eso está sujeto a lo que nos encontramos, a las propias vivencias del rodaje y a lo que sucede allí. Y es cierto que prácticamente todo sufre grandes cambios: la actriz protagonista no funcionaba en un inicio y el primer día del rodaje la tuvimos que cambiar y se fue construyendo el personaje de Shanna. Estas circunstancias llegan al montaje, que es donde construimos la película. A nivel de diseñar el trabajo de fotografía me ayuda lo más tangible, que en este caso son los decorados, los espacios. Esa parte sí puedo prepararla con Albert; en qué sitios nos gustaría rodar y dónde ubicar a los personajes. En Liberté, por ejemplo, yo no fui a localizar. Albert me dijo que había encontrado un bosque que estaba muy bien y le dije que perfecto. En esta película sí lo hice, ya que suponía un desafío mucho más grande a nivel narrativo, con muchas escenas y decorados y esto sí había que anticiparlo. El hecho de estar en una isla del Pacífico obligaba a anticiparlo todo un poco más. Los decorados me permiten tener estas intuiciones que luego se aplicaban a lo que decidíamos rodar en función de los actores u otras circunstancias. Es un punto de apoyo para la imagen.

De los decorados al paisaje y la construcción del personaje de De Roller con esos colores crepusculares del cielo…

Es una mezcla entre lo que estaba planificado y los sitios o rincones que nos encontrábamos dentro de una escena. O que la luz de ese momento fuera especial… También hay imágenes casuales, como al inicio de la película con esa salida del ferry que se iba a otra isla. Ese día madrugábamos mucho y cuando vimos esa escena dijimos que teníamos que rodarla. El equipo ligero con el que filmamos nos permitía sacar la cámara en cualquier momento y grabar lo que estuviera sucediendo. Este tema de la experimentación con los colores era algo que Albert y yo habíamos hablado previamente.

Habéis filmado con Blackmagic Pocket Cinema Camera, ¿qué criterios subyacen a esta decisión de una cámara tan atípica en el contexto cinematográfico?

Estoy casi seguro de que esta cámara no se ha utilizado en ningún otro largometraje de la Sección Oficial de Cannes, mucho menos en una película comercial. La elegimos porque es una cámara que reúne una serie de características que eran fundamentales para rodar esta película. Siempre que empezamos una película nueva con Albert Serra tenemos esta idea de innovar, de renovarnos tecnológicamente: ¿con qué podríamos experimentar en cuanto a tecnología? Empiezo en ese momento a investigar posibilidades en torno a las cámaras del mercado, hago listados y diagramas con puntos clave que no todas las cámaras reúnen. Las cámaras grandes del cine digital funcionan como cine de 35 mm, son robustas y pensadas para rodar con cambios de ópticas de distancias, cambios de foco… Otras cámaras están más orientadas al documental y hay otras más híbridas. Esta nos permitía una imagen cinematográfica, pero al mismo tiempo era muy ligera y permitía utilizar ópticas de super 16 mm, algo que era una prioridad para mí, ya que no era necesario estar cambiando, bastaba con utilizar el zoom. En el rodaje a veces hay que hacer cambios de encuadre en plano corto o en situaciones no planificadas por estar grabando el momento. Al no haber asistentes de cámara y estar funcionando con tres cámaras [Miquel Barceló y Julien Holgert son los responsables de las otras dos] necesitábamos la versatilidad que ofrecía este superzoom de 16 mm. También está el reto con Albert de encontrar un dispositivo de rodaje que fuera nuestro.

El trabajo con la luz y el color en Historia de mi muerte (2013) y en Liberté (2019) se relaciona de manera directa con el de Pacifiction

Efectivamente, hay algo de Historia de mi muerte, donde yo era operador de cámara, y también del trabajo de la noche en Liberté, que está presente en las escenas nocturnas de Pacifiction, aunque les quise dar aquí un giro más artificioso y complejo. También experimentamos con el tratamiento de la luz en Singularity (2015), una pieza de doce horas estrenada en la Bienal de Venecia, donde hice la dirección de foto, y que es precursora de esta a nivel técnico. En Tahití todo tiene unos colores especiales, azules y verdes con una saturación muy fuerte, casi tecnicolor. Localizando nos dimos cuenta de esto, que también es muy característico en La taberna del irlandés (John Ford, 1963), rodada en el sur del Pacífico. En las películas actuales que veo hay unas coordenadas estéticas muy rebajadas, una uniformidad que viene de las plataformas actuales, donde la saturación del color es muy baja. Por una parte, buscaba una reacción a esto y, por otra, una concepción de la imagen vaporosa que estaba en nuestro planteamiento inicial. Albert y yo también hablamos de la fotografía de Vilmos Zsigmond en La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980), cuya última restauración consiguió recuperar esa saturación manteniendo la diferenciación de los colores. Una imagen puede ser muy difusa, pero conservar al mismo tiempo esa saturación. Albert y yo discutíamos sobre este concepto a propósito de la película de Cimino. Nuestro propósito era conseguir algo vaporoso, húmedo por el calor y la podredumbre, que oprime por esta humedad e incertidumbre a los personajes. Era lo que queríamos preservar a lo largo de la película, una idea a la que me aferraba en medio de un rodaje lleno de circunstancias cambiantes. Esta era la constante estética que intentaba mantener ante un sistema imposible de controlar.

¿Cómo fue la postproducción en la búsqueda de esta textura vaporosa?

Quería hacer un transfer del formato digital al 35 mm analógico. Luego escanearla para hacer proyección a digital y provocar algunas alteraciones en la imagen que consiguieran este concepto vaporoso. Hicimos una prueba en un cine de París para testear el resultado y lo que vimos nos convenció a nivel artístico y era posible en cuanto a producción. La textura se podía resolver con software digital, pero había algo en el tratamiento del color que resultaba especialmente interesante con esta operación. El etalonaje fue muy complejo porque primero etalonamos en digital e íbamos enviando las bobinas de cada parte para pasarlo a analógico. La primera vez que recibimos la primera bobina de cine con Gadiel Bendelac [colorista] fue casi como abrir un regalo. Sabíamos en qué parámetros nos movíamos, pero había otros elementos inciertos.

Llegasteis a filmar más de quinientas horas, ¿cómo se afronta el montaje con tanto material?

Ha sido un proceso muy extenuante, necesitamos siete meses de montaje para terminar la película. Pero el método de trabajo lo tenemos ya asimilado. La metodología es clara: primero hacemos un visionado de todo el material con esa consigna de ‘todo puede ser válido’. Hay escenas filmadas en multicámaras, pero otras veces hay situaciones filmadas desde un único dispositivo. Después del visionado tomamos notas, tenemos patrones de montaje para cada escena. Los tres montadores, Albert, Ariadna Ribas y yo, montamos en bloque cada uno las escenas que nos repartimos explorando todas las opciones posibles. Solo en el visionado de todo el material de la película empleamos tres meses. Cuando tuvimos todas las escenas montadas buscamos el posible orden de la película y nos salió una película de nueve horas de material interesante. Con esta versión alargada, hicimos visionados posteriores que nos permitieron moldear la película a medida que iban cayendo escenas. Como un bloque de mármol que tiene en su interior la figura: mediante el montaje fuimos puliéndola a medida que iban apareciendo las formas. Fue un macroproceso de siete meses en los que convivimos los tres. El trabajo es apasionante porque en la edición se va descubriendo la película, así como la relación y la psicología de los personajes. El personaje de Shanna, por ejemplo, fue cogiendo cada vez más peso en el montaje. Y replanteábamos las escenas en función de lo que íbamos descubriendo.

El enigmático personaje de Shanna tiene un tratamiento también especial con respecto al encuadre y la iluminación…

No es justo decir que esa construcción sea casual. Hay algo que tiene mucho que ver con ella, que animaba a verla casi como actriz de cine clásico, y con su identidad trans, que le da un aura de diva. Apetecía iluminarla dándole esta relevancia. Durante el rodaje, en alguna escena en la que ella se colocaba en el porche, componía una imagen solo con esa presencia suya que resultaba muy atractiva. Y luego está Benoît Magimel, que también tiene una fotogenia especial.

¿Cómo te planteas una escena como la de De Roller participando en una prueba de surf con esas olas inmensas, tan compleja técnicamente ?

No puedo decir que fuera complicada, fue una gozada increíble. Tuvimos mucha suerte al coincidir nuestro rodaje con esa cita de surf en Teahupoo. Y pensamos que podríamos incorporar una escena con De Roller promocionando a un surfista local. Eso podría estar en consonancia con el concepto del personaje y su función diplomática con la realidad local. No estaba en el guion, pero podíamos incorporarlo. Nos avisaron de que en cinco días iba a haber unas olas gigantes, las mayores en cinco años. Hubo equipos americanos alojados allí durante tres meses esperando las olas que terminaron yéndose de vacío y a nosotros nos coincidió el día de rodaje con esa situación extraordinaria… Sabiendo que íbamos a trabajar con esta escena planificamos un poco unos estabilizadores para alguna de las cámaras, para estar mejor preparados; y luego fue una aventura divertida, aunque también peligrosa. Cuando se ve al personaje de Benoît Magimel en la moto de agua y la cámara lo sigue, la ola pasa realmente muy cerca de ella. El conductor de la barca nos dijo que estuvimos realmente cerca de haber recibido la ola de lleno. Grabamos todo lo que pudimos y en el montaje intentamos darle la duración justa. En un rodaje así esa jornada fue realmente un disfrute. Se había anulado una cita de surf por COVID y había allí mucha gente, que también integramos en la escena, intentando capturar esa situación con las tres cámaras.

La frase “la política es una discoteca” termina emergiendo orgánica en esa escena final con los neones…

Esto por ejemplo sí estaba previsto en el guion, aunque no en la forma en la que se ve finalmente. Albert quería desde el inicio hacer escenas de discoteca con luces ultravioletas, que los camareros y las camareras fueran en ropa interior blanca y que se reflejara esa luz negra, también en parte de los invitados. Yo no había trabajado nunca con esta luz, por lo que tuve que investigar sobre ello. Diseñamos toda una instalación en la discoteca donde filmamos con unos focos que nos permitieran pasar de la luz normal a la negra con un cambio de configuración. Cuando empezamos a usar esta iluminación nos dimos cuenta de que la fisionomía y los rostros de los personajes cambiaban mucho, pareciendo como apergaminados o como si fueran anfibios. Así, de modo improvisado, salió esa escena del baile del almirante tan delirante. El resultado final se asemejaba a un mundo subacuático o pseudonuclear. Cuando rodamos la escena con Lluís Serrat dentro del coche y De Roller hace este discurso crepuscular sobre la política, aún no habíamos rodado la escena de la discoteca, pero en el montaje vimos claro que tenía que preceder a la escena final en el pub Paradise. Era un propósito marcado desde el inicio pero que terminó de concretarse en el montaje, conectándose esas dos situaciones. En las otras escenas de discoteca no aparecen esas luces, para que en la escena final esa iluminación ultravioleta nos indique que nos hemos sumergido en este mundo decadente, casi de reactor nuclear.

Entrevista realizada por videoconferencia, Calahorra-Barcelona, el 4 de agosto de 2022.

 

When the Trees Fall (Marysia Nikitiuk). ArteKino 2021

El caos y brutalidad ucranianos también pueden ser abordados desde trazas menos ásperas, a través de las tonalidades fantásticas del realismo mágico. Marysia Nikitiuk plantea una fábula en la que la narración se fragmenta trenzando diferentes escenarios, acercando y alejando a unos personajes de otros. When the Trees Fall se inicia con un prólogo que podría entenderse como una presentación de los personajes y también como el resultado de una ensoñación; el siguiente plano a esa aventura nocturna entre Scar y Larysa es la imagen de ella despertando en una bañera.

La apuesta formal de Nikitiuk resulta en ocasiones demasiado esteticista y funcional. El recurso de la niebla para sugerir la fuga al fantástico se muestra algo repetitivo, frente a la audaz heterodoxia de su narrativa. Tras la muerte de su padre, Larysa abandona la vida en el campo con su abuela y su prima Vitka, huyendo con su problemático novio en su regreso a la ciudad. Las decisiones del personaje femenino protagonista irán mostrándose fallidas una tras otra. Uno de los planos más destacados de la cinta muestra a Larysa dentro de una habitación con varias mujeres en su reencuentro con el contexto de su madre. La cámara encuadra a cada una de ellas en diferentes cuadrículas mientras mantienen una charla sobre la maternidad, una realidad que la joven rechaza. La directora hace emerger una reflexión sobre las tensiones entre la tradición y los roles familiares en su país, mientras los contrapone a los deseos de Larysa de independencia; un subtexto con más significantes más allá del género.

Aunque la escritura de los personajes abusa del estereotipo (el joven delincuente, la adolescente inconsciente o la rigidez conservadora adulta), la realizadora ucraniana consigue que el último acto otorgue validez al conjunto. En ese abanico de realidades femeninas en una Ucrania diversa, el desenlace abre una puerta a la esperanza frente a la violencia y la resignación. Que ese mensaje sea portado por la más pequeña de todas ellas resuena como un ejercicio de autocrítica.

Petit Samedi (Paloma Sermon-Daï). ArteKino 2021

Paloma Sermon-Daï introduce al espectador en Petit Samedi enunciando un violento contraste, que remite al dispositivo sobre el que subyace esta mirada documental al interior de su propia familia. La primera escena recupera imágenes de archivo de un grupo de jóvenes en el interior de una discoteca; ritmo acelerado, agitación espídica y nerviosos movimientos de cámara. El siguiente plano será fijo, como todos los demás de esta película, a excepción de otras dos secuencias que pertenecen de nuevo al archivo. El pasado turbulento y descontrolado deriva en un presente estático, que proyecta las consecuencias de aquel huracanado pretérito.

La directora valona se centra en la tierna y mutante relación entre su hermano menor Damien, con un historial de más de dos décadas de consumos y adicciones, e Ysma, la madre de ambos. La presentación de los personajes también invoca el contraste de sus personalidades: ella desde la frontalidad de su confianza y seguridad, sentada en la cocina, él de espaldas aprisionado por los elementos del encuadre y sus circunstancias. Sermon-Daï afronta el pantanoso objetivo de retratar a la dupla con la que tiene un vínculo familiar estrecho, pero su cámara le permite establecer una efectiva distancia pudorosa. Los planos sin movimiento están diseñados desde la dinámica de interacción entre los dos protagonistas.

La narración se centra en el proceso de rehabilitación de Damien, en las dudas y deseos de Ysma hacia la recuperación de su hijo en su nueva terapia, pero principalmente en cómo esa progresión altera la posición de ambos en el encuadre. En el primer momento que comparten la pantalla, la figura del hijo está inclinada en el primer plano, mientras la protección de la madre cubre su retaguardia. Desde el humor y la ternura que fluye entre los dos, la cámara se va alejando de los cuerpos para posarse en los rostros. El fuera de campo cuando ellos se expresan, plantea nuevas dudas sobre el incierto futuro. A pesar de todas las trampas que la propuesta podía incluir, la película belga consigue que lo personal trascienda lo accesorio.

Full Contact (David Verbeek) – Festival ArteKino

La enigmática secuencia inicial de Full Contact se sitúa en el interior de una cueva, donde la luz y la oscuridad muestran y ocultan (por igual) un rostro que emerge desde las profundidades. La premonitoria imagen del protagonista introduce el juego de opuestos que desarrollarán las imágenes. En el desierto de Nevada está localizado uno de los puestos desde los que Iván (Grégoir Colin), militar destinado en un base de operaciones extranjera, controla los drones que lanzarán proyectiles sobre un supuesto enemigo. David Verbeek, director y también guionista del film, se apoya en una estructura en constante mutación y en la omnipresente y compleja interpretación de Colin, cuyo cuerpo (sobre todo su rostro) narra el proceso interior del personaje.

Las imágenes virtuales de los drones hacen dialogar la simulación con la realidad, el interior con el exterior, la animalidad con la humanida; en última instancia, el ‘yo’ con los otros. El primer tercio de la película observa minuciosamente las rutinas de Iván. Su trabajo, su tiempo de ocio y su incipiente amistad con una bailarina de un club nocturno; la ternura de Lizzie Brocheré es un contrapunto al sombrío hermetismo del protagonista. Verbeek incide en esa primera parte en recurrentes planos de la nuca y la espalda de Iván, como si estuviera intentando mostrar el lado oculto de ese soldado. También resulta interesante la repetición del plano de su mano sobre los mandos del dron, acentuando la responsabilidad de sus actos y sus decisiones.

El error en una de estas decisiones provoca que la película se fracture. La segunda parte transcurre en un desierto, que traslada pulsiones tan orgánicas como oníricas. Las imponentes imágenes de la naturaleza, el cuerpo desnudo de Iván, las grietas y los pliegues multiplican el desconcierto y la duda en ese militar que ha cometido un acto atroz. El último tercio narra la vuelta a casa, en la que ya nada será igual (con un inteligente cambio de idioma incluido). Las consecuencias de la violencia terminan por condicionar el concepto de realidad, aunque finalmente Verbeek permita que Iván esboce por primera vez una sonrisa.

Central Airport THF (Karim Aïnouz). Festival ArteKino

El espectador aterriza en las imágenes de Central Airport THF de la misma forma que muchos de sus protagonistas: a ciegas. Sobre una pantalla en negro se escuchan las palabras de Ibrahim, un adolescente sirio que relata cuáles fueron sus impresiones al llegar a Berlín hace ya algunos años. Karim Aïnouz compone un exhaustivo estudio de un lugar, sus espacios y las personas que lo habitan, filmando durante un año el aeropuerto de Tempelhof, cerrado para el tráfico aéreo en 2008.

La primera escena está introducida de manera efectiva y pedagógica: una guía turística explica a unos visitantes los antecedentes históricos del aeropuerto. El THF fue construido en la primera mitad del siglo pasado, planificado por el nazismo como un símbolo de su grandeza y utilizado como importante recurso estratégico en el Berlín dividido tras la guerra, para acoger finalmente vuelos comerciales hasta su clausura. La historia llena de contrastes es similar a la mirada poliédrica que proyecta Aïnouz. Las imágenes recorren los exteriores, donde muchos ciudadanos aprovechan para recrearse y disfrutar de manera lúdica, mientras el interior de las instalaciones acoge un centro para inmigrantes a la espera de un permiso de residencia, o del reconocimiento de su estatus de refugiados. El documental continúa reflejando contrastes que interpelan al espectador, cuando escucha a Ibrahim cómo vincula el sonido de unos festivos fuegos artificiales de año nuevo con el estruendo de la guerra.

La sensación de lugar de incertidumbre y espera está reforzada por el período que abarca la filmación. La narración esta puntuada por carteles que avisan del paso de unos meses a otros, hasta completar un ciclo completo de doce meses. Y así, sin estridencias, a través de las palabras de Ibrahim como hilo conductor, Aïnouz da cuenta del ecosistema humano que vive en las estructuras de Tempelhof: peluquería, escuela, administración … Cambian las personas, sus circunstancias y deseos, pero algunos espacios se resisten a desprenderse de su identidad. El THF fue y sigue siendo un lugar de tránsito y esperanza.

Adam (Maryam Touzani)

La modesta pastelería de Abla en Casablanca tiene una ventana que conecta la tienda con la ciudad. Ese lugar es también el hogar donde vive junto a Warda, su hija pequeña. Durante el metraje de Adam apenas salimos del (auto)enclaustramiento de los personajes en pequeños espacios, apenas transitamos las calles de Casablanca (las dos escenas al respecto destacan precisamente por este contraste), y a pesar de esto la cinta consigue trasladar al espectador cuestionamientos y realidades acerca de la mujer marroquí, gracias a este pequeño movimiento que va de dentro hacia afuera. La ópera prima de Maryam Touzani tiene el valor de la –aparente– sencillez de una puesta en escena naturalista, en la que el rostro se convierte en el recurso fundamental para su dispositivo narrativo. Los ojos de las protagonistas dialogan con esa ventana de la pastelería por la que se filtra la realidad.

Samia es una joven embarazada que busca trabajo y un lugar para dormir en la ciudad. Touzani se sirve del encuentro entre ella y Abla para construir la tensión, así como de las fricciones que la soledad provoca entre ambas. La directora demuestra mucha seguridad en su narrativa, al no recurrir al efectismo ni al subrayado; la información sobre los episodios que condicionan las vidas de las protagonistas aparece dosificada y sin artificios. El encuadre que busca los rostros le permite también apoyarse más en las imágenes que en los diálogos; el pelo liberado del velo en Samia o el momento en el que Abla decide pintarse los ojos serían dos ejemplos de esta eficaz apuesta. Hasta la sutileza del enigmático título de la película, que solo se revelará en los instantes finales, nos informa del cuidado y planificación del proyecto. De nuevo la ambigüedad aparece cuando comprendemos que Adam remite al futuro, mientras Samia y Abla están aprisionadas por su pasado. La última escena filmada en inquietante oscuridad, con todas las dudas que proyecta esa puerta que conecta de nuevo con el exterior, despejan la tentación de un desenlace cerrado.

We Are who We Are (Luca Guadagnino). San Sebastián 2020 – Proyecciones especiales

El cine de Luca Guadagnino explora un esquema recurrente en el que el norte de Italia y la cultura mediterránea funcionan como contexto que provoca transformaciones en la figura del extranjero, el foráneo, el otro: la condesa rusa a la que interpretaba Tilda Swinton en Yo soy el amor (2009), ese rockstar convaleciente de Ralph Fiennes en Cegados por el sol (2015) o el Elio que recreaba Timothée Chalamet en Call Me by Your Name (2017). Su primera incursión en la ficción serial se adscribe plenamente a estas coordenadas, al retratar el tránsito en la identidad de un grupo de jóvenes cuyas familias forman parte de una base militar estadounidense en la región del Veneto.

We Are Who We Are muestra pronto la dualidad de sus personajes. El díptico con el que arranca abarca el mismo arco temporal para introducir a los dos protagonistas: Fraser, un excéntrico joven de catorce años desplazado forzosamente a un entorno en el que es un intruso y la observadora Caitlin interrogando su cuerpo. Silencio y ruido, residente y visitante, familia tradicional y homomarental o disciplina y laxitud son algunos de los polos que asoman. Ubicada en 2016 en plena campaña presidencial, incluso Trump y Hillary Clinton se cuelan por sendas pantallas de proyección. Sin embargo, Guadagnino esquiva la confrontación de opuestos para encontrar un estilo luminoso y naturalista que da cuenta del tránsito vital de una ‘generación fluida’. En uno de los instantes Fraser grita “Nosotros no existimos”. Dicha negación resuena como saludable provocación para alguien tan deudor de la reafirmación y el exhibicionismo. Una de las razones que explica la identidad de la serie está en constatar que el director italiano se contagia de tan saludable autocrítica para reformular su propia filmografía.

Es fácil identificar en el torrente narrativo (es una serie-río) algunas rimas en sus imágenes. El hieratismo de Chloë Sevigny es similar al de Swinton, el tímido bigote de Fraser es el mismo que mostraba Elio, e incluso el excelente cuarto capítulo podría resultar como una reescritura formal de Cegados por el sol, sustituyendo en esta ocasión su frecuente manierismo ampuloso por una fluidez en la que la distancia y los recursos narrativos siempre guardan relación con la narración. Sirva de ejemplo el citado capítulo en el que una fiesta estalla en expresión hedonista adolescente. La cámara modula la distancia acercándose al epicentro del éxtasis, así como tomando distancia para filmar la quietud de los cuerpos abatidos tras la batalla. O la sutil utilización de un recurso habitualmente efectista como el plano de grúa que aquí muestra la última salida/huida de Fraser y Caitlin de la base.

La música de Dev Hynes también experimenta su tránsito hacia una gozosa organicidad; el concierto de la banda de Devonté en Bolonia está filmado con la misma inocencia y caos que respiran los personajes. En esta rotunda oda a la vida (en la que también está presente la muerte), su sorprendente desenlace se percibe como si sus ocho capítulos anteriores cincelaran la anatomía de ese milagroso instante final. We Are who We Are es, posiblemente, la cima artística de su autor.

The Father (Kristina Grozeva y Petar Valchanov)

Una de las certezas más aceptadas dentro de la psicoterapia apunta que los apegos ambivalentes son los más resistentes. Tampoco caben muchas dudas de que el entorno familiar es uno de los contextos donde más se proyecta esta aritmética emocional. Kristina Grozeva y Petar Valchanov consiguen plasmar en la primera escena de The Father toda la ambigüedad y complejidad que subyacen al axioma anteriormente expuesto. La primera imagen captura varios cuerpos desenfocados, mientras se escuchan unas oraciones de una liturgia ortodoxa durante un funeral. Desde el fondo, Pavel se va aproximando hacia el primer plano donde se encuentra con Vasil, su padre. Mientras su movimiento provoca que las figuras vayan enfocándose a medida que él va atravesando el encuadre (eso es la película: un viaje para encontrar racionalidad dentro del disparate), el desconcierto estimula al espectador.

¿Quién es ese extraño personaje que llega tarde al entierro?, ¿por qué parece un invitado el protagonista de la película? Esta ambigüedad en torno a la imagen ha estado presente en las dos anteriores películas de Grozeva y Valchanov. Si en La lección (2014) era una profesora la que descubría sus propias contradicciones morales, y en Un minuto de gloria (2016) se desnudaba la hipocresía política, en The Father el choque generacional entre Pavel y Vasil remite a las herencias que la sociedad búlgara ha ido asimilando, no siempre de manera armónica. Las primeras interacciones entre los dos personajes masculinos muestran la distancia entre ellos y la incomunicación, ambas carencias neutralizadas por la figura femenina (madre/esposa) ahora ausente. En un guion de apariencia sencilla, pero de gran solidez, los símbolos son trasladados a la pantalla con plena funcionalidad. A través de un teléfono móvil que porta mensajes del más allá, lo que se inicia como una versión paternofilial de la fraternal Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016) concluye recordando a Nebraska (Alexander Payne, 2013) en el este de Europa.

Se percibe un gran control en las transiciones entre tonos dentro de una misma escena. Sirvan como ejemplo dos situaciones: el padre sacando fotos compulsivamente al cuerpo de su mujer en el inicio, o la hilarante y gráfica secuencia de Pavel subiendo a un carro que ha robado Vasil, mientras escapan hacia un destino incierto. Otro de los hallazgos de la cinta es la radiografía de la Bulgaria actual con el bisturí de lo anecdótico: la escena de la comisaría remite a la perezosa burocracia, las sectas que proliferan hablan de un país que abraza lo paranormal, el teléfono móvil convertido en vehículo de la mentira (tema recurrente en su filmografía), o un programa de televisión que hace emerger los fantasmas (comunistas) del pasado. En esas dos generaciones condenadas a entenderse, aceptarse y sobre todo a escucharse, la dupla de directores compone su obra más conciliadora y luminosa. En la modélica escena final, en la que todas las piezas anteriormente diseminadas encajan, The Father resuelve la valía de su vínculo, no tanto el de sus protagonistas, si no el que el espectador paladea (aquí con sabor a mermelada) con unos realizadores cuyo cine siempre cae de pie.

Blanco en blanco (Théo Court)

¿Cómo pasa un artista de ser testigo de la realidad que pretende retratar a cómplice de la infamia?, ¿cuánto importa la distancia en el proceso de creación?, ¿quién se encarga de mirar al que mira? Las interpretaciones suelen dar más información de su intérprete que del objeto en cuestión. En última instancia, el arte es un ejercicio donde la mirada de un autor condiciona cuánto del paisaje terminará encapsulado en la composición artística. Théo Court responde a todas estas cuestiones en Blanco en blanco, obteniendo un retrato, si se quiere una foto, de su inquietante fotógrafo protagonista (Pedro), interpretado con gélido hieratismo por Alfredo Castro. Un ejercicio de autocrítica artística, un profundo cuestionamiento de los inciertos tiempos postcoloniales del cambio de siglo. Como sucedía en Jauja de Lisandro Alonso, con esos fotogramas que simulaban la apariencia de postales, pero sustituyendo en esta ocasión el componente onírico por uno más terrorífico.

El dispositivo narrativo se podría asimilar al proceso fotográfico del revelado, en el que la imagen emerge tras varias capas, resultantes de su interacción con los reactivos químicos. Una de estas capas que refleja la complejidad de la propuesta se identifica en el cromatismo que resuena en su título; ese manto de nieve, que transmite por igual el tono frío del conjunto y esa coraza de impunidad ante los crímenes cometidos es del mismo color que identificamos en el vestido de la niña Sara. La violencia que subyace a la primera escena en la que el fotógrafo prepara a la niña, prometida en matrimonio con el terrateniente Sr. Porter, está narrada desde el tenebrismo de los claroscuros. Puede que ese rayo de luz que se filtra en la habitación dialogue con la luz de la cámara que amenaza la inocencia de Sara. Perversión, pureza y corrupción.

Un segundo nivel de lectura se podría identificar en el uso de la banda de sonido. Tanto los efectos sonoros como la música compuesta por Jonay Armas están utilizados con sobriedad e inteligencia; recursos extradiegéticos siempre imbricados en el texto visual. Los acordes de violín resultan zarpazos en las imágenes (esa escena donde las antorchas avanzan por el bosque es puro terror), arañazos que hacen audible el mal escondido por la historia (y el arte). Mientras el Sr. Porter permanece en el fuera de campo, la narración sonora perturba haciendo tangible su invisibilidad, así como refleja su influencia en los personajes corrompidos por su servicio al latifundista. 

Imágenes que remiten al genocidio indígena de los Selknam en Tierra de Fuego durante el ocaso del siglo XIX. Mientras en la estremecedora última escena de la película, el fotógrafo se empeña en encontrar la perfección de su puesta en escena, Théo Court culmina su efectivo revelado de la infamia. Un proceso en el que la película desenmascara la inmaculada pulcritud pretendida por Pedro en esa imagen final. Como sucede con esas fotos viejas en las que emergen ‘manchas de secado’ (metáfora del paso del tiempo), Blanco en blanco hace visible la suciedad de esas imágenes oficiales, cuestiona el arte cómplice de la barbarie y nos recuerda el compromiso de quien asume la responsabilidad de mirar.

Peter Emanuel Goldman

Javier Rueda.

Con motivo de la retrospectiva que el 14º Play-Doc ofrece a la obra completa del cineasta norteamericano Peter Emmanuel Goldman, hablamos con él sobre su breve pero influyente filmografía.

Filmó su primera película con 23 años para poder hablar de sus propios conflictos. ¿Se puede decir que el cine le llegó como una necesidad?

En aquella época había muchas cosas a mi alrededor que me atormentaban: conflictos, frustraciones, deseos, el amor. Quería expresar todo eso pero no sabía cómo. Al principio pensaba que sería fotógrafo, luego escritor. Un poco aquí, un poco allá. Pero no creía que fuera demasiado bueno. Y entonces un día, cuando vivía en ‘el Village’ (Greenwich Village), lo que ocurrió fue que no sabía lo que hacer. Había dado muchas vueltas: fui a Francia, después me había metido a un barco con rumbo a Venezuela, regresé a Estados Unidos, volví a la casa de mis padres. Y mi padre, al ver un anuncio en el periódico sobre una nueva escuela de cine en la universidad, me preguntó: ¿por qué no pruebas a estudiar esto? Así que estuve yendo a esa escuela durante un mes, y aunque no aprendí nada, mi padre me dio una pequeña cámara de 8mm. Fue entonces cuando conocí a esas chicas francesas en el Village que me pidieron hacer una película sobre Nueva York. Esa fue en realidad mi primera película, una película de una hora sobre la ciudad de Nueva York.

Y así llegó Echoes of silence (1963)

Finalmente conseguí una Bolex de 16mm y un buen día, vuelvo a mi apartamento y me encuentro con dos chicas que no había visto en mi vida, de rodillas en mi cama maquillándose la una a la otra (hay una escena en Echoes of Silence que recrea ese momento), y aparece una tercera chica que era la novia de mi compañero de piso. Decidí filmarlas y cuando vi la escena al cabo de unos días, me dije: “tengo algo”. Fue cuando me di cuenta que el cine era mi medio. Entonces cogí a una de ellas, Stasia, y rodé varias escenas más, y después conocimos a ese otro actor camboyano llamado Viraj, e hice algunas escenas con del también.

Sabía que quería a un protagonista masculino, alguien que me representara a mí. Hacía muchas fotografías en el Village de mucha gente, diferentes tipos y pensé que había encontrado a mi personaje. Pero cuando llegó el día de rodar con él no apareció, así que le dije a mi amigo Miguel –el escultor argentino que en teoría estaba allí para sujetar las luces–, “tú haces la escena”. Y filmamos la escena en la que Miguel se lleva a Jacqueta a su casa y él la desea pero ella no quiere, y estuvo increíble. Así que empecé a filmar más escenas con Miguel, una tras otra. Después de dos años lo edité y supe que tenía algo, aunque no sabía muy bien qué, porque no había nada parecido a Echoes of Silence que se hubiera hecho antes.

Dice que encontró en el cine un medio para expresarse, pero lo cierto es que el cine también lo descubrió a usted. Godard, Warhol, Mekas, Susan Sontag apreciaron su obra …

Echoes of silence no era como el underground americano, que es muy abstracto. Ciertamente no era como la Nouvelle Vague, que era mucho más profesional y por supuesto no tenía nada que ver con Hollywood. Así que edité la película haciendo varias cosas para darle continuidad, como poner las fotos antes de cada secuencia. No tenía ni idea de editar, toda la película es todos los rollos originales. No tenía ni idea de hacer cine. No sabía a quién mostrarla, así que hice una proyección en la cocina de mi madre para unos amigos de ella y les gustó bastante. Y entonces unos amigos comunes me presentaron a Susan Sontag y a ella le encantó mi película. Así que un día me armé de valor para hacer una proyección pública en unas sesiones semanales a medianoche que organizaba Jonas Mekas, donde conocí a Andy Warhol. Y una semana más tarde Mekas escribió un artículo muy positivo para el Village Voice, y gracias a ese artículo la película fue seleccionada para el Festival de Pesaro. Allí ganó el Premio Especial y luego fue censurada … Así es como empezó todo.

¿Cómo vivió usted que su obra fuese censurada en Francia?

No me gustó. Debería haber corrido a pedir ayuda a alguien, decirle a Godard o a Truffaut que escribieran algo para ayudarme, pero no lo hice. Así que nadie me ayudó. Quizás lo hubieran debido hacer sin que yo lo pidiera. Nadie me ayudó y eso me entristeció pero seguí trabajando hasta hacer Wheel of Ashes (1968). Finalmente se levantó la censura cuando cayó el gobierno de De Gaulle y Wheel of Ashes se estrenó comercialmente en París junto a Echoes of Silence al mismo tiempo. Has visto la película. ¿Hay algún motivo para censurarla? No hay nada. Ningún exceso de sexualidad, nada de política. El Ministro de Cultura de aquel entonces (André Malraux) me escribió una carta en la que me decía que la película había sido prohibida por “… des raisons particulières”. Puedo estar equivocado pero Echoes of Silence es probablemente la última película en haber sido censurada en Francia. Es posible. No lo puedo probar. Pero he oído que así es.

¿Cuánto de planificación y cuánto de improvisación había en el trabajo con los actores?

Todo es por instinto. No me senté y lo planifiqué. ¿Cómo fue el proceso creativo? No lo sé. Fue muy instintivo. El estilo dice tanto como el contenido. No tengo una respuesta para eso. Es gracioso, muchos críticos afirman, aunque no sé si estoy de acuerdo con ellos, que mi trabajo influenció a muchos realizadores, sobre todo los críticos franceses que siempre encuentran a alguien nuevo al que dicen que influencié. Mi estilo vino a mí de manera natural. Por una parte fue la falta de dinero para hacer la película. Como no tenía sonido, dirigía a los actores mientras filmaba. Les decía, mira a la izquierda, toca su cara… y cuando filmé Wheel of Ashes con Pierre Clémenti, que era un actor muy conocido, él quería exteriorizar a su personaje. Sin duda, has visto a Pierre en Belle de Jour de Buñuel, interpretando al tipo duro. Es a esa clase de interpretación a la que estaba acostumbrado. Y conmigo, yo no hacía más que decirle: no, no, no, simplemente siéntate ahí, y mira así, y coge la zapatilla… y a él no le gustaba. No nos entendimos bien. Él decía que eso no era actuar. Fue un rodaje difícil. Pero no lo sé. Mi estilo es ese. Cuando un pintor pinta un cuadro, cada uno lo hace con su propio estilo, un Rembrandt es diferente a un Rubens. Después de aquella escena con las tres chicas maquillándose en la habitación, aquella manera de filmar se convirtió en mi estilo de alguna manera, y fue instintivamente, no fue planeado.

Sus películas ilustran el deseo frustrado, aunque los personajes siempre están en movimiento …

En mis películas existe esa depresión y esa frustración. Uno no puede huir de sí mismo. Y la vida de los personajes no tiene estructura, andan vagando sin rumbo y desdichadamente. En Wheel of Ashes aparece esa expresión de “le ronge de l’interieur”. Esa sensación de algo que te devora y te corroe por dentro. Eso es algo que yo mismo experimenté bastante. Pero los personajes de mis películas no están muertos. Están continuamente buscando el sentido de la vida y de manera también muy poética por lo que ese movimiento del que hablas ciertamente está ahí. Los personajes son de alguna manera mi reflejo, aunque no completamente. Tienes razón cuando dices que existen esos dos aspectos opuestos. Por un lado la rigidez que provoca la frustración y por otro lado ese movimiento porque existe también esa búsqueda y ese interés en la vida, en viajar, en la poesía, en los libros…

En sus películas ‘la ciudad’ se convierte en un importante protagonista …

Echoes of Silence no podría haberse rodado en ningún otro lugar que no fuese Nueva York. Las ciudades moldean a la gente hasta un punto que uno no se da cuenta. Cuando hice la película no era consciente de ello, pero viéndola ahora sé que no podría haberla hecho jamás en Seattle y claramente tampoco en Tui. Hay una particularidad en la ciudad de Nueva York y es la opresión que esta ejerce. El vagar de Miguel, los bares, la gente. Eso es todo muy Nueva York. París con Clémenti … No sé si Wheel of Ashes se hubiera podido hacer en otro lugar, quizás sí. En Echoes of silence sin embargo la relación con la ciudad es mucho más importante que en Wheel of Ashes. No hay nada parecido a Nueva York, para lo bueno y para lo malo.

La única realidad que conozco es el caos” expresa el protagonista de Wheel of Ashes. En su cortometraje Pestilent city (1965) también muestra una ciudad caótica …

Yo no veo eso tanto. En Pestilent City (1965) definitivamente existe esa desesperación, esa desesperanza. Es el reverso de la vida. No sé si utilizaría la palabra caos para definirla. En Wheel of Ashes el caos está en la falta de voluntad y dirección del protagonista. Como él dice: podría girar a la derecha o ¿debería ir a la izquierda?. ¿Debería zarpar en un barco o debería quedarme y tratar de encontrar una chica y jugar el juego?. Esta falta de estructura, este exceso de libertad produce caos. Pero no veo ese tipo de caos en Pestilent City (1965), por supuesto puedes encontrar una relación, pero yo no la veo conscientemente.

En Echoes retrata un Greenwich Village desmitificado …

Phillipe Azoury en el texto que escribe para el catálogo de Play-Doc dice que “todos piensan que tener veinte años en Nueva York es maravilloso pero era una mierda”. Otro crítico escribió en Cahiers du Cinema que lo que se muestra en la película es “el forro roto de un abrigo resplandeciente”. Los personajes reflejan el sentir del entorno al que yo pertenecía. Yo buscaba también esa experiencia. Buscando, anhelando, deseando pero nunca satisfecho, nunca saciado y entonces llegó la frustración; ese roerse por dentro. Yo y mucha gente que conocía éramos así. No todos éramos beatniks hippies felices y despreocupados. Esa era mi realidad. No la única que existía en Greenwich Village, pero sí una de ellas para mucha gente muy sensible.

Su filmografía está siendo exhibida en este festival centrado en el género documental, cómo ve usted esas fronteras entre el cine de ficción y el cine de ‘lo real’?

Para empezar Echoes of Silence no es un documental. Desde el principio quería hacer creer que los personajes vivían todos juntos en el mismo edificio y que yo los seguía con mi cámara. Nada de eso es verdad. En cada escena le decía al actor quién era, y mientras filmaba los dirigía: toca su cara, aparta la mirada, levántate… Cree escenas ficticias, pero a pesar de que las escenas eran ficticias, a veces utilizaba características de los actores y las incorporaba a la película. Pero incluso si las escenas eran ficticias el sentimiento era documental, era real. Por ejemplo, Stasia acostándose con un hombre por veinticinco dólares… Stasia no era así para nada, estaba haciendo ficción. Miguel que interpreta a un personaje taciturno y depresivo, en realidad era un escultor argentino feliz y optimista. Yo los dirigí diciéndoles quienes eran y qué debían hacer, así que no es documental. Pero mi estilo es así, y no puedo saber con claridad cuando empieza y acaba la ficción. Incluso siendo ficción, no hay un solo momento falso. La esencia es real. Es lo único que te puedo decir. Y en Wheel of Ashes igual.

En sus personajes pare que la música es un elemento muy importante para definirlos …

En Echoes of Silence la música es por supuesto importantísima. Diría que la música no está como fondo sino en primer plano. Al mismo nivel que la imagen. Ayuda a crear la escena. Tuve mucha suerte. Toda la música salió de mi colección de discos. Ponía la película y probaba con diferentes discos hasta que encontraba algo. A veces la música y la imagen parecen coreografiadas perfectamente. Como en la escena del museo. En Wheel of Ashes se compuso una banda sonora a propósito, pero la música ahí no es tan importante. Pero en Echoes of Silence la música es el único sonido y ayuda a dar forma a la emoción. Mira a Miguel caminando por las calles en la última escena, con la rotunda música de Prokofiev, parece que está en uno de los círculos del infierno de Dante.

A pesar de la distancia temporal, usted consigue capturar un momento de desencanto juvenil que resulta muy generacional …

Henry Chapier escribió sobre Echoes of Silence: “es la película más conmovedora sobre la desesperación de la juventud”. Normalmente no voy a las proyecciones así que es difícil de saber pero ayer en el festival muchos jóvenes vinieron a decirme que se habían sentido muy identificados con la película. La naturaleza humana nunca cambia, la tecnología sí, pero el alma y sus conflictos no, tal vez cambian de nombre pero son los mismos.

Hablando del alma, se intuye también un componente espiritual entre sus temas recurrentes

Con Echoes of Silence, no estaba interesado en la religión. Pero aunque sea de manera inconsciente existe en los personajes esa lucha entre el cuerpo y el alma. Después de hacer esa película leí sobre el Vedanta y el hinduismo, e intelectualmente me di cuenta de que necesitaba encontrar a Dios para alcanzar mi yo superior, y yo mismo padecí un terrible conflicto entre esa búsqueda de Dios, una fuerte pulsión sexual y la familia. Ese conflicto es lo que casi hace enloquecer al personaje de Wheel of Ashes. Y el conflicto se repite En los años ochenta me convertí al judaísmo pero los conflictos no cesaron. La vida parece una lucha constante entre el alma y el cuerpo. Deberían estar en armonía pero a veces es muy complicado.

La última escena de Echoes of silence muestra ese niño como la salvación (en analogía con el tronco del árbol) para su personaje …

Él tiene ese terrible conflicto y lo que le hace finalmente salir de su habitación en la que se está volviendo loco es cuando se entera de que ella está embarazada. No lo presento como si fuese la respuesta y la solución a todos los problemas. Puedes sentarte y volverte loco pero en un momento dado vas a tener que levantarte a hacerte el desayuno, a hacer algo real, y el hecho de que va a ser padre es una cosa tremendamente real que le hace reaccionar. De ahí en seis meses nadie sabe lo que pasará. La vida siempre trae complicaciones. El árbol al final es un tanto simbólico, algo que apunta hacia el cielo de manera simbólica. Eres muy perspicaz al establecer esa conexión.

¿Por qué dejó usted tan pronto de filmar?

Dejé de hacer películas por dos motivos. El primero es que después de hacer Wheel of Ashes atravesé una crisis muy seria, psicológica, emocional, matrimonial. La segunda razón es que cuando volví a querer hacer películas no fui capaz de encontrar el dinero. No tenía productor ni agente. Los artistas necesitan a las personas de negocios. Van Gogh tenía a su hermano. Yo nunca tuve a nadie que me ayudase en la distribución, en la producción, en conseguir el dinero y todas mis tentativas de llevar a cabo proyectos. Bien fueran documentales o ficciones siempre fracasaron por culpa del dinero.

Entrevista realizada el 30 de abril de 2018 en Tui (Pontevedra).

Festival de Málaga 2018: día 3

SERGIO Y SERGUÉI (Ernesto Daranas)

Algunos títulos de la filmografía cubana reciente coinciden en fijar la mirada en el crucial momento de 1991, donde se disolvió la Unión Soviética. Cuba sin el amparo de una Rusia comunista (bajo la presidencia de Boris Yeltsin) era como decirle a Newton que ya no existía la gravedad. En esos términos se expresa la narradora de Sergio & Serguéi. La película plasma ese sentimiento de incertidumbre y abandono de muchos cubanos al desaparecer el referente soviético. Alejado del tono de derrota de La obra del siglo (Carlos Machado Quintela, 2015), Ernesto Daranas construye una comedia sobre aquella etapa, donde se fusionan dos episodios históricos –aquí ficcionados– que no tuvieron relación. Por un lado, el abandono en el espacio del cosmonauta ruso Sergei Krikalev en la averiada base espacial MIR; por el otro, la conexión que radioaficionados cubanos establecieron con estaciones espaciales.

Sergio es un profesor de filosofía marxista atascado en esa encrucijada; no consigue publicar libros y sus perspectivas económicas se ven mermadas por ello. A través de un equipo que Peter (un periodista y antiguo amigo de su padre) le envía desde Estados Unidos, consigue establecer comunicación con Serguéi Asimov. Se trata del solitario astronauta cuyo rescate ninguna nación quiere asumir. Los dos protagonistas comparten los miedos, dudas y tristeza generados por las profundas transformaciones políticas que se están produciendo. Daranas se sirve del costumbrismo para sortear el doloroso trasfondo al que remite su historia; la precariedad, los balseros o la juventud desencantada. Recurre a la parodia cómica (a veces cayendo en la ridiculización) para retratar a la pareja de funcionarios que monitoriza las conversaciones radiofónicas, e interpretando amenazas para la seguridad cubana. La narración se atreve a romper el hermetismo insular reflejando esa intercomunicación triangular entre Sergio, Serguéi y Peter. La hija de Sergio recuerda desde la voz en off que la amistad puede ser el mejor antídoto frente a la desesperanza. Javier Rueda

NO DORMIRÁS (Gustavo Hernández)

3 No dormirás

El tercer largometraje de Gustavo Hernández se inscribe en una línea de producciones que justifican las arbitrariedades del guion a partir del alterado estado mental de sus protagonistas, así que no busquen indicios de coherencia interna ni de solidez causal en los acontecimientos que van amontonándose hasta conformar esta película de terror convertida en otro hit de ese gran género que es el de la comedia involuntaria.

El ensayo de una obra teatral que experimenta con el insomnio de los actores para alcanzar un estado de percepción que les permite conectar con otras realidades le sirve al realizador uruguayo para poco más que recitar de memoria las definiciones del diccionario básico del horror: desde los escenarios (el psiquiátrico en el que se recluyen para ensayar) hasta los previsibles sustos, pasando por el ensordecedor uso de la música en los momentos diseñados para acongojar o su archisabida planificación, suenan a cosas ya oídas. Es como si un detractor del Actor’s Studio hubiera glosado las maldades del método Stanislavski disfrazando de película de miedo lo que en verdad es una comedia bufa; dedicándole, además, el imperativo título de la obra a un Lee Strasberg que, efectivamente, ya no descansará ni siquiera en su tumba. Enric Albero