No es la primera vez que el británico Mike Leigh se propone retratar a personajes disfuncionales, de difícil o heterodoxa convivencia con la sociedad. Ya lo hizo antes, al menos, en Naked (1993), El secreto de Vera Drake (2004) y Mr. Turner (2014), aunque las razones de esos ‘desajustes’ eran muy diferentes en cada uno aquellos casos. Ahora han tenido que pasar seis años desde el estreno de su realización anterior (el ambicioso fresco histórico que supuso La tragedia de Peterloo, 2018) para que Leigh se haya reencontrado con la veta más íntima y familiar de su filmografía (la que pasa por Secretos y mentiras, Todo o nada y Another Year), pero virando el retrato, nuevamente, hacia una figura de personalidad sumamente excéntrica –en este caso, tan malhumorada como antipática, tan gruñona como amargada– y de difícil o casi imposible convivencia con su entorno familiar y social.
Lo que ocurre es que aquí esa excentricidad es muy radical. Pansy, una mujer negra y ya mayor, acosada por el dolor físico y sobre todo mental, solo sabe relacionarse con el mundo mediante la bronca, el enfado, los reproches airados y la confrontación permanente venga o no a cuento. Con su marido (un humilde fontanero que ya no sabe cómo tratarla) y con su hijo (una chaval de veintitrés años encerrado en sí mismo), pero también con la dentista, con el médico, con la cajera del supermercado, con su hermana Chantelle y con todo aquel que se cruza. Esta vez Mike Leigh lleva muy lejos esa distancia con el mundo (el retrato de Pansy es muy extremo, sin resquicio alguno para la serenidad o la empatía, y quizás a la interpretación de su actriz le faltan matices en la primera parte del metraje), pero finalmente el cineasta acaba encontrando las rendijas por las que el dolor, la amargura y la frustración acumuladas emergen bajo la agria coraza exterior del personaje.
En coherencia con ese retrato, la escenografía en la que Pansy se ha encerrado a sí misma (un hogar aséptico y despersonalizado, desprovisto de calor humano), las tonalidades fotográficas del film (intencionadamente neutras, casi tan limpias como los muebles de la casa) y la desnuda articulación narrativa (radicalmente despojada de todo psicologismo explicativo) hablan con elocuencia formal y estilística de ese impenetrable caparazón –a extramuros de todo cuanto la rodea– que a Pansy le costará tanto llegar a romper. De todo ello nace una película no ciertamente muy simpática, pero sí muy honesta y muy coherente, finalmente atravesada por la mirada humanista, compasiva y solidaria del director hacia su criatura. Una notable conquista de un cineasta de 81 años cuya autoexigencia formal deja al descubierto la radicalidad y el ímpetu de un joven creador en fructífera convivencia con la serenidad y la hondura que proporciona la madurez.
Carlos F. Heredero
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