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“No en una iglesia a medio hacer”, le dice el sacerdote protagonista de Godland a la muchacha que le pregunta por qué no ha casado a una pareja en ese edificio en construcción. Y no es mera retórica, pues el film de Hlynur Pálmason está construido enteramente alrededor de esa idea. Estamos en el siglo XIX, Islandia todavía forma parte de Dinamarca y el sacerdote en cuestión ha emprendido un viaje insensato a lo largo del país para erigir ese templo, ha pasado por innumerables tribulaciones y ahora se encuentra en casa de un pionero –el padre de la chica con la que está hablando– que le da cobijo mientras termina su trabajo. Pálmason podría haber contado ese trayecto de forma épica o lírica, como acostumbra a suceder en estos casos, pero prefiere oscilar entre ambos registros y –lo que es más importante– proponer una distancia narrativa que elide los momentos potencialmente más espectaculares y sitúa el relato en un lugar tan alejado de la narración clásica como de su deconstrucción moderna. Como si se tratara de un cuadro en movimiento o de un fresco in progress, el film siempre se encuentra a medio camino de todo, tan “a medio hacer” como esa iglesia que nunca acaba de cumplir su función.

Dice un rótulo inicial que el punto de partida de Godland se encuentra en una serie de fotografías consideradas como las primeras realizadas en las costas de Islandia. Determinados encuadres también podrían ser fotografías, aunque delaten igualmente cierta inspiración pictórica, en el sentido de instantáneas que inmovilizan momentos, acciones en desarrollo, y por lo tanto siempre muestran una realidad “a medio hacer”. Hay que prestar atención a esta idea, pues el film de Pálmason, de la misma manera que nada tiene que ver con la épica, tampoco pertenece a esa corriente melancólica que reflexiona sobre la supervivencia de las imágenes o su memoria. A la película le interesa más bien esa condición suya de objet trouvé, o más bien perdu –nunca las vemos–, en la medida en que va convirtiéndose poco a poco en una colección de instantes, de sucesos, cuya acumulación conforma progresivamente una ficción que culmina en clave apoteósica solo porque toda recopilación de acontecimientos tiende a celebrarse a sí misma. Tras la clausura, Pálmason muestra no las fotos, sino los fotogramas que podrían recrearlas, esos gestos que también quedaron “a medio hacer”.

Y luego está el caballo, ese caballo que se pierde y aparece muerto en un barranco, cuyo cadáver va descomponiéndose con el tiempo, con el sol y la nieve, filmado pacientemente por Pálmason en todas esas etapas, mostradas en rigurosa sucesión. Lo que parecía “hecho” termina “a medio hacer”, pues también yendo hacia atrás podemos volver a un estado incompleto, como ha hecho la propia película con esos fotogramas inmóviles del final. Godland es una película sobre el tiempo truncado del cine, sobre su viaje siempre interrumpido y reiniciado, que se queda en una zona intermedia e inacabada, como las relaciones entre daneses e islandeses o ese paisaje a la vez inmutable y sometido a continuos cambios por el que se mueven los personajes. ¿Es también, el film de Pálmason, una tentativa de atrapar ese tiempo entre las cosas, esos intervalos entre un estado y otro? En Nest, el cortometraje que se proyectó junto con Godland, Pálmason muestra innumerables planos de un refugio en pleno bosque, de una supuesta construcción que también parece siempre “a medio hacer”, por mucho que la vida de sus constructores y habitantes vaya evolucionando. Una buena parte del cine contemporáneo consiste en el registro de esos momentos aislados, que las dos películas dan a ver en su más pura destilación, casi en forma de naturalezas muertas que, sin embargo, no dejan de moverse. Sea como fuere, la proyección conjunta de ambos filmes no solo es una experiencia inolvidable, sino que da forma a una de esas pocas ocasiones en que el cine se piensa a sí mismo sin alharacas ni grandilocuencias.

Carlos Losilla