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Carlos F. Heredero.

Con la llegada a las pequeñas pantallas televisivas de las tres horas y media de El irlandés (mejor película de 2019 para los críticos de esta revista), ha resurgido el debate en torno a si hay o no diferencias –cinematográficas– entre las obras que se producen para las grandes pantallas y las series de televisión, con el añadido ahora sobrevenido de la controversia generada por la provocativa hipótesis abierta al plantear si una película como la de Scorsese (producida por Netflix y destinada mayoritariamente a un visionado en streaming) podría contemplarse también, o no, fragmentada en dos o tres sesiones –sin menoscabo de su naturaleza– de la misma manera que vemos y consumimos las series por capítulos.

El debate atraviesa múltiples escenarios y círculos profesionales, tanto de la industria y de las instituciones como de la cinefilia y de la crítica. A su vez, la realidad multiforme del audiovisual contemporáneo (ahora que nuevas y poderosas plataformas digitales empiezan también a producir cine) no hará más que proporcionar en el futuro inmediato nuevos pretextos para seguir alimentándolo, de manera que es mejor afrontarlo de cara y sin subterfugios, por lo que no resulta ocioso plantear algunas insidiosas preguntas que, confesémoslo, están a la orden del día en todo tipo de cenáculos cinematográficos.

¿De verdad podemos pensar que Martin Scorsese habría concebido y filmado de manera diferente El irlandés si, en lugar de Netflix, la hubiera producido cualquier otra major para ser estrenada y vista, exclusivamente, en las salas tradicionales? ¿Acaso el episodio piloto de la serie Boardwalk Empire (2010), dirigido por Scorsese, es de una naturaleza diferente (no ya mejor o peor, que eso es opinable, sino ontológicamente distinta) a la de El irlandés? ¿No sería más provechoso poner el foco en lo que El irlandés supone para la evolución –en términos temáticos, humanos y estilísticos– de la obra de Scorsese que en el origen del dinero que la ha financiado o en dónde la van a ver la mayoría de sus espectadores?

¿Realmente podría negarse la creatividad cinematográfica de una serie como Twin Peaks 3, nos guste más o menos ese tipo de cine? ¿Las series televisivas que realizan prestigiosos cineastas de todo el mundo (de David Lynch a Park Chan-wook, de Lars Von Trier a Bruno Dumont, de Enrique Urbizu a Isabel Coixet) acaso no son casi siempre prolongación coherente de los reconocibles universos y formas fílmicas de sus respectivos autores?

Item más: ¿No es cierto que muchas pequeñas y frágiles producciones, tanto españolas como de otros países, que se cuentan entre el cine más interesante, audaz, novedoso y valiente de nuestros días, no consiguen llegar a las grandes salas y acabamos viéndolas –sin que por ello pierdan ni un solo gramo de su naturaleza fílmica– a través de plataformas digitales en las pequeñas pantallas? ¿Sería posible separar, en los vericuetos del debate, la condición cinematográfica de las imágenes de sus formas de visionado y de consumo..? O, mejor aún, ¿podría suceder que las formas de visionado, el tamaño de las pantallas y las pautas del consumo audiovisual estuvieran modificando desde hace ya tiempo la naturaleza de las imágenes…? Y si realmente es así, ¿cómo? ¿En qué medida? ¿En qué dirección…? ¿Qué se gana y qué se pierde?

Demasiadas preguntas, cierto, pero convendría no practicar la política del avestruz. El cine, en la actualidad, se hace y se ve de múltiples formas diferentes y nos corresponde a todos pensar, críticamente, qué hay de valioso y qué hay de fórmula o de ganga en las imágenes que nos rodean, de qué nos hablan y con qué formas lo hacen. Es una tarea irrenunciable.