Enric Albero.
El mal es un punto vista. A partir de esta premisa relativista, oculta bajo la apariencia de una fábula adolescente, Zoe Berriatúa aviva una incendiaria parábola moral sin resquicios para la condescendencia. El ajuste de cuentas existencial de tres quinceañeros inadaptados se transforma en una indagación sobre la génesis de la violencia, el concepto de culpa y la asunción de responsabilidades.
La elección de un período vital cuyas mayores virtudes no se hallan asociadas al equilibrio y en el que cualquier eventualidad, por nimia que sea, es susceptible de adoptar derivaciones trágicas, sirve para armar un relato extremo, propio de ese estadio de iniciación en el que se descubre el sexo, las drogas o la muerte.
Los héroes del mal dibuja una adolescencia desnortada, bosquejada sobre la ausencia de referentes morales (resulta significativa la reducción de las figuras paternas al sonido de una llamada de aviso) que halla su contrafuerte en la elección de espacios indecisos; una suerte de no-lugares, como la casa en ruinas en la que transcurre buena parte de la acción, que se elevan como metáforas de una condición (jóvenes que aún no han hallado su lugar en el mundo), pero también de un estado mental (el caserón como herencia de viejas conductas que se desmoronan y que incorpora la posibilidad de construir nuevas identidades).
El film propone una escalada de violencia que va desde la teorización inocua (“Hay gente que se merece que la maten”) al –supuesto– crimen, pasando por agresiones disfrazadas de prácticas de autoafirmación. El realizador no arroja luz alguna sobre el origen de tales comportamientos y se muestra más preocupado por las cuestiones filosóficas de fondo que por fijar soluciones conductistas o por establecer nexos causales entre las acciones y
sus consecuencias.
Berriatúa, que somete su erudición a las exigencias de la historia, estructura las secuencias en función del tempo de las piezas musicales seleccionadas (la apertura, al ritmo de The Young Person’s Guide to the Orchestra, de Benjamin Britten resulta, sencillamente, inolvidable) en lo que constituye una defensa de la música como un elemento narrativo más, reduciendo su función enfática a la mínima expresión. De ahí que cada obra, de Khachaturian a Telemann, aporte nuevas informaciones (de tono, descriptivas) y se convierta en imprescindible para descifrar el conjunto.
Aunque en su último tramo adolezca de cierta arritmia dramática (existe una repetición de situaciones referidas al concepto amor/amistad), toda la serie de factores anteriormente citados, a los que hay que añadir las asombrosas prestaciones interpretativas del trío protagonista (en el que destaca Beatriz Medina), convierten esta ópera prima en una apuesta tan arriesgada como personal, tal y como evidencia el fundido a negro que abre en dos la película y sirve para introducir un tercer acto que voltea la trama y la conciencia de un espectador obligado a la reflexión. Un cierre que emparenta este prometedor debut, tanto por su intensidad lírica como por su poder para incomodar, con otra oda a la desorientación adolescente como era Dear Wendy (Thomas Vinterberg, 2005).
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