La obsesión del cine de ahora por reactivar su propia pulsión narrativa no tiene nada que ver con una reivindicación del relato clásico. Al contrario, si es cierto que hay películas que cuentan muchas cosas –verbigracia: determinada producción argentina–, también lo es que lo hacen rompiendo estructuras, dejando al descubierto otras propiedades del arte de contar historias como lo inacabado, la fragmentación o las rupturas temporales, por hablar solo de unas cuantas. Damien Manivel lo demuestra en su última película, L’Île (presente en San Sebastián: véase reseña aquí), donde una historia mínima se cuenta dos, tres veces, cada una en un formato e incluso un tiempo diferentes. Y hay dos cortos, programados por la sección Zabaltegi en la misma sesión y producidos por el propio Manivel, en los que esa obsesión se ramifica en múltiples senderos que se bifurcan, como si Borges se hubiera reencarnado en el Japón contemporáneo, donde transcurren ambos. En Two of Us, por ejemplo, que es el nuevo trabajo de Kohei Igarashi, ya codirector de El viaje a Takara con Manivel, un par de jóvenes se encuentran en un misterioso hotel que podría ser también un limbo o un purgatorio –por lo menos cuando el tiempo se desgarra y surgen a la superficie el pasado o incluso posibles universos paralelos– y lo transforman en una máquina de sugerir opciones narrativas que se quedan siempre a la mitad de su desarrollo.
Igarashi nunca fuerza las imágenes, ni hace trampas que involucren a la imagen o al montaje, ni recurre a las elipsis más o menos resultonas. Todo transcurre, aparentemente, en el mismo plano, y es el resultado de alusiones o pequeñas variaciones del tono en las que todo parece implosionar para dar paso a otras posibilidades: ¿y si aquello que narramos no tuviera necesariamente que seguir una senda lineal?, ¿y si fuera una posibilidad entre mil?, ¿y si esas otras que no aparecen en la historia tomaran de repente posesión de ella y la pusieran en duda? En Oyu, el otro corto que también produce la compañía de Manivel y que ha dirigido Atsushi Hirai, un hombre se encuentra en unos baños públicos y el lugar, desde el principio, se revela un misterioso punto de encuentro entre sus recuerdos y las vidas de las demás personas allí presentes, entre otras una mujer que se marea y a la que acaba acompañando a casa, quizá una representación extemporánea de su propia madre, quizá su fantasma, quizá nada de eso en absoluto, simplemente un efecto de la tarde de invierno, de la nieve y del año nuevo que se aproxima. De una poesía tan desnuda y pura como sus imágenes, Oyu es una bellísima miniatura que por fortuna no pasa de eso, pues seguramente perdería su efecto de fascinación si se convirtiera en algo más largo o más narrativo. De tal manera que, a su lado, Silan, de Ashmita Guha Neogi y programado en otra sesión, solo destaca por una escena privilegiada, de gran resonancia dramática, en la que dos hermanos también comentan, en la oscuridad de la habitación que comparten con motivo de su reencuentro tras el fallecimiento de su madre, los caminos que podrían haber seguido sus vidas. En el interior de una trama apagada y convencional, este momento también se sale del tiempo, es capaz de sugerir otra historia posible, en este caso mucho más interesante que la que se nos cuenta. Carlos Losilla