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Si las películas dependieran únicamente de su trama, L’Île no tendría mucho que ofrecer. En apariencia la crónica de una noche en la vida de una joven francesa que al día siguiente debe partir hacia Montreal para estudiar danza, el film de Damien Manivel juega con los tópicos al uso: el grupo de amigos, la fiesta en la playa, los sentimientos encontrados, el último beso, el amanecer, la partida… Ni siquiera falta el momento melancólico, apoteósico, de la muchacha mirando al grupo desde una roca, mientras se aleja definitivamente de él, como si deseara inmortalizar aquel instante. Mientras tanto, sin embargo, una música misteriosa sobrevuela el relato. Y no digo ‘misteriosa’ en el sentido de intrigante, sino de extraña y un tanto inexplicable: unas pocas notas que, en lugar de progresar melódicamente, o de crear un ambient sonoro envolvente, se limitan a repetirse a sí mismas en bloques independientes exactamente iguales a sí mismos, que cada cierto tiempo las dan por finalizadas y las obligan a volver a empezar en bucle. Si a ello se añade el detalle de que el responsable de esta ‘banda sonora’ es el propio Manivel, todo se vuelve aún más inquietante.

Manivel es un habitual de San Sebastián, donde ya presentó Le Parc, Les Enfants d’Isadora y La Nuit où j’ai nagé, todas ellas ejemplos de su minimalismo ambiguo y conceptual. Pues bien, podría decirse que L’Île es la culminación de este deseo de experimentación que afecta a todo su cine y que aquí toma la forma de una película-objeto donde lo que importa es un determinado material que evoluciona y se transforma: una trama condensada y sucinta que se expande en varias direcciones, que vemos en diversas formas, incluyendo los ensayos con los actores y las actrices y una doble versión, diurna y nocturna, esta última quizá la ‘película’ definitiva. Como en su ilustración musical, pues, L’Île se basa en la repetición de unos cuantos motivos argumentales que conducen a su propia deconstrucción radical, incluso a la puesta en duda de la ‘emoción’ que pudiera desprenderse de ella. ¿Hasta qué punto la historia podría ser cualquier otra? ¿Solo importa, entonces, el juego de combinaciones y variaciones a que la somete Manivel? ¿O se trata únicamente de merodear una vez más en torno a la frontera que separa realidad y ficción, como tantas veces ocurre en el cine de los últimos años? ¿Podríamos hablar, en este último caso, no tanto de repetición y variación en un sentido experimental como de una intentona más bien mecánica y rutinaria, que se agota a sí misma ya a la mitad del metraje? Sea como fuere, L’Île parece también concebida para desconcertar incluso a la crítica más resabiada. Carlos Losilla