Print Friendly, PDF & Email

Carlos F. Heredero.

Con la rentrée del otoño, el calendario de festivales se precipita en España. San Sebastián abre la puerta y, tras él, se sucede una casi interminable retahíla de certámenes de todo tipo y condición. Pero el fenómeno dista mucho de ser exclusivamente español. “Francia tiene casi tantos festivales como quesos”, dice Jean-Michel Frodon en la somera radiografía que abre el informe de nuestro Cuaderno de Actualidad. La misma equivalencia podría establecerse en casi todos los países desarrollados si cambiamos el símil por el que corresponda en cada territorio.

Pero sucede que hoy en día casi todos los festivales más significativos (o al menos aquellos que juegan un papel real en el campo de la creación o de la industria cinematográfica) viven una encrucijada sobre la que se amontonan las incógnitas y los desafíos, las transformaciones y, a veces, también los problemas de identidad a los que muchos de ellos se ven enfrentados. La mutación de los diferentes canales industriales bajo la presión de la renovación tecnológica, los cambios profundos en la radiografía sociológica de los espectadores, la aparición de nuevas redes de difusión y la crisis –bastante real y quizás nada coyuntural– que viven la distribución y la exhibición del cine de autor son factores que están  empezando a incidir sobre el espacio que ocupan los festivales y sobre la propia naturaleza de sus prácticas en los procesos de selección y en su relación con los diferentes actores del mercado.

La coyuntura no debería servir para propiciar lamentos quejumbrosos ni diagnósticos apocalípticos. El reto consiste, ahora quizás más que nunca, en reforzar el papel que históricamente han jugado todos los festivales consecuentes y verdaderamente relevantes: el de comportarse como instancias de intermediación capaces de detectar, convocar y promocionar un cine que abra nuevas puertas al arte fílmico, que pueda dar cuenta de las contradicciones de su popio tiempo y servir de vehículo para la expresión personal más insobornable. Capaces, en definitiva, de abrir espacios para ese cine (in)visible que no encuentra cauces en el mercado y que, sin embargo, recibe acomodo y defensa en el ámbito de un festival donde pueda ser visto, debatido y valorado por la crítica.

En el polo exactamente opuesto se sitúa la tentación de ceder a las determinaciones de la industria y de convertir sus pantallas en una terminal de las distribuidoras. Esa es la vía más segura (no hace falta ser adivino) para terminar denaturalizando su función y renunciar a toda posible condición de alternativa o de resistencia a la programación de las salas comerciales. Como la crítica cinematográfica, los únicos festivales que tienen utilidad y que pueden hacer oír su propia voz con autoridad son aquellos que están dispuestos a jugar fuerte en el terreno de la política cultural, en la defensa de su independencia respecto de la industria, en la apuesta decidida por las películas capaces de hablar un lenguaje contemporáneo, en el estudio del cine de creación en todas sus manifestaciones históricas y estéticas. Para el resto de las mercancías no faltan espacios de promoción. Para el cine de autor, los festivales con una línea editorial fuerte y con verdadera razón de ser son imprescindibles.