Las jóvenes protagonistas del segundo largometraje ficcional de la australiana Kitty Green, dos chicas canadienses que tratan de buscarse algún trabajillo para costear su aventurero viaje de turismo, se adentran en la Australia profunda para emplearse como camareras en un cochambroso bar de mala muerte situado en un pequeño y endogámico enclave minero. A modo de microcosmos de una masculinidad no ya tóxica, sino vociferantemente violenta y amenazante, empapada en cerveza, el lugar deviene un huis clos de pesadilla cuyo nombre, sin duda hirientemente irónico, da título al film. Todo está dispuesto, en este planteamiento, para convertir el film en una metáfora de la feminidad acosada, pero a diferencia de lo que ocurría en la muy prometedora ópera prima de la directora (The Assistant, 2019), cuyo sentido de fondo podríamos considerar equivalente al de esta segunda realización suya, aquí todo es evidente y tosco, todo es grueso y subrayado, con lo que la reflexión de fondo pierde su eficacia, como sucede siempre que los cineastas se empeñan en ilustrar con letras mayúsculas su mensaje, por muy bien intencionado que este sea (le pasaba exactamente lo mismo a la española Isabel Herguera en El sueño de la sultana). Así las cosas, si la idea consistía en contar una historia realista, resulta absurda –por hipertrofiada y maniquea– la caracterización de la colectividad masculina (cuyos perfiles desvelan, desde dicha perspectiva, un molesto tufillo clasista y de superioridad urbanita por parte de la directora), pero si se trataba de construir una metáfora simbólica, entonces la propuesta naufraga porque el relato se estanca durante los ochenta minutos centrales de su metraje sin capacidad para construir la resonancia ni los matices necesarios a la espera de un desenlace (este sí, estrictamente simbólico) que sobreviene de golpe y de forma impostada con relación a todo lo anterior. Un fracaso innecesario. Carlos F. Heredero