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El silencio siempre tiene una causa y produce una consecuencia. Definido por oposición (la ausencia de ruido o la abstención de hablar), el silencio se origina, probablemente, cuando existe la necesidad de decir. La ópera prima de Katrine Brocks, The Great Silence, es el grito silencioso de un alma herida. Es la firme creencia en que cuando se enmudece la voz supura la culpa, que es capaz de adoptar múltiples formas. Brocks construye toda una simbología visual de elementos que denotan ese pasado aún latente en el sentir de Alma, una joven a punto de tomar sus votos religiosos. Las goteras del techo de la iglesia, los parpadeantes fluorescentes y las lonas que cubren las obras del templo son parte de un escenario en el que la novicia está siendo asediada por el miedo.

Y si esta es una película sobre el silencio, es de justicia abordar la elocuencia con que hablan sus imágenes. Porque en The Great Silence todo responde a una planificación lumínica y tonal. De este modo el color rojo, color que parece matizar la figura de Alma, está presente desde el primer instante del film, a modo de luz que ilumina la pared del cuarto de la protagonista, en la que solo hay un crucifijo. El plano se convierte en un lienzo en el que la cineasta ilumina u oscurece ciertas zonas, provocando una suerte de contraste que convierte a la narración en un relato de terror. En cierto sentido, el juego de dualidades es algo que no se limita al género de la película (drama y thriller), sino también a la forma en que introduce las escenas del pasado (a veces reciente, a veces remoto), con un montaje en paralelo que refleja la dualidad que encarna la propia Alma. The Great Silence culmina en un caos temporal de carácter simbólico, lírico. Una mezcla de tiempos que no es otra cosa que la canalización de una voz interior que lucha por acoplarse a otra mucho más externa. En definitiva, el grito ahogado que el silencio no es capaz de callar.

Cristina Aparicio