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Localizada en Kreuzberg, distrito multicultural y artístico del este de Berlín, El despertar de Nora se podría englobar en dos subgéneros que han eclosionado a lo largo y ancho de la cinematografía contemporánea: el análisis exhaustivo de la juventud actual, caso de Girlhood de Céline Sciamma o Spring Breakers de Harmony Korine y el descubrimiento del deseo sexual en la adolescencia, caso de La vida de Adèle de Abdellatif Kechiche o Cigare au miel de Kamir Aïnouz. En relación a la película que nos ocupa, el segundo largometraje de Leonie Krippendorff habla de esa eclosión (de ahí su título original, Kokon) partiendo de una puesta en escena que hace un uso dual –tanto expresivo como formal–, de las mutaciones del aspect ratio de la cinta para representar de manera abstracta la evolución emocional y sexual de su protagonista, una apocada adolescente, escindida de un entorno que en principio es representado de manera hostil y áspera, para pasar, gradualmente, haciendo uso tanto del aspect ratio mencionado, como de un equilibrio y evolución de su paleta cromática, del contraste cuasimonocromático a una mayor calidez de manera sutil y paulatina.

Ese formato en constante evolución sirve, en primer lugar, para segmentar los distintos capítulos en los que se estructura El despertar de Nora, haciendo uso del formato vertical de la telefonía móvil como lugar del diario de memorias de su narradora y como espacio que absorbe y comprime a sus usuarios. Algo realzado con la elección formal de un 4:3 que acompaña al relato y a Nora a lo largo de sus dos primeros actos, abstracción formal de la inquietud interna de una protagonista que en sus primeros compases se sitúa en los márgenes del fotograma. Pero la aceptación del yo por parte de Nora y la mirada conciliadora y escasamente sensacionalista de su cineasta, permite abrir el formato y la mirada de su protagonista, pasando a un 1:85:1 que sirve como realce visual de un relato que en todo momento busca, sobre todas las cosas, mirar con empatía y sensibilidad a sus criaturas.