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Mark Jenkin vuelve al grano y la estilización del 16 mm que ya utilizara en Bait, su primer largometraje, para explorar ahora (a color) los códigos del cine de terror. Lo hace a partir del personaje de una observadora de flores que, desde el 13 de abril de 1973, habita sola en una isla desierta de Cornualles. Asistimos, con el arranque del film, a su rutinario día a día: toma la temperatura del suelo, observa los pétalos, vuelve a casa, anota el resultado, se prepara un té, alguien intenta contactar con ella, se acuesta y lee un libro sobre supervivencia. Pero el eje temporal de la película, su continuidad, se va disolviendo primero de manera apenas perceptible para terminar después por deconstruirse totalmente. Enys Men propone un juego sobre el (sin)sentido del tiempo, una reflexión sobre la posibilidad de entenderlo como algo elástico. La película elabora toda una suerte de saltos en el tiempo (y en el espacio) para hacer convivir los fantasmas del pasado con una posible representación del presente (sea este lo que sea) y la irremediable conexión con un futuro en el que la protagonista es capaz incluso de encontrarse consigo misma.

El film de Jenkin, rodado sin sonido directo, construye una banda sonora que ahonda en esa posible lectura sobre el género de terror que, más allá de eso, trabaja en torno a una expresión poética que, desde cierta inconcreción y quizá algo de pose, se expande libre y radical.

Jara Yáñez