¿Es posible volver a aquellas películas ‘políticas’ que llenaron los años 60 y 70 de tramas conspiranoicas, países entonces considerados ‘exóticos’ sometidos a los intereses de las ‘grandes potencias’ y héroes que paseaban su desencanto por esos paisajes en llamas? Probablemente no, pero si algo se ha acercado a aquella manera de hacer en los últimos tiempos ha sido el último largo de Johan Grimonprez, que se ha ido convirtiendo poco a poco en algo parecido a una ‘cult movie’ desde su presentación en el último Festival de Sundance. El escenario es la independencia del Congo, que llevó al flamante primer ministro Patrice Lumumba a un inesperado protagonismo, sobre todo al ser asesinado en 1960 como resultado de un complot que incluyó a la CIA y los servicios de Inteligencia belgas, después de que hubiera puesto en marcha un movimiento de liberación panafricano que se declaraba anticolonialista y anticapitalista. Y la estrategia, por supuesto, convierte aquellos argumentos novelescos en algo muy distinto: un documental que recoge materiales de aquí y de allá, con un ritmo frenético y endiablado, y que termina desvelando hasta el último detalle de la tragedia.

El título viene de otro lugar, pues ese soundtrack transcurre a ritmo de jazz, con la excusa de un acontecimiento inesperado que sucedió al asesinato de Lumumba: dos músicos, la cantante Abbey Lincoln y el baterista Max Roach, irrumpieron estrepitosamente en una sesión del Consejo de Seguridad de la ONU para protestar por el crimen. A partir de ese hecho, el film de Grimonprez mezcla la Historia y la música, la política de la época y el jazz, para ofrecer un deslumbrante mosaico que también juega con otros elementos: citas de libros y documentos oficiales que aparecen en pantalla en impactantes grafismos, rompiendo el ritmo de las imágenes, o fragmentos de actuaciones de Jonh Coltrane, Nina Simone, Louis Armstrong, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie, entre otros músicos, que se inmiscuyen igualmente en el relato para ofrecer un contrapunto siempre cercano a la ebullición de la lucha racial y anticolonialista de la época. El mensaje está claro:  también el arte es política, sobre todo en el uso de un archivo exuberante y multiforme, que no hace distingos de ningún tipo. Y aunque a veces los procedimientos para dar a ver esos cruces son un tanto arbitrarios, o la fórmula se agota o se hace repetitiva (estamos ante un film de dos horas y media, que en este sentido reinventa el ‘cine épico’), la película no defrauda: políticamente irreprochable, estéticamente inventiva y renovadora, su montaje hard bop la convierte igualmente en una experiencia audiovisual cuando menos insólita.

Carlos Losilla