Tal vez por vez primera, la sensibilidad desbordante de Céline Sciamma ha superado toda prisión de la forma. Del mismo modo que ocurría en Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, Hippolyte Girardot, 2009), el bosque toma el papel de espacio redentor, de puente entre dos tiempos, de símbolo de aquel momento en el que la infancia pasa a ser otra cosa. Es un momento importante: la abuela ha fallecido, la madre debe hacer las paces con ese mundo que se acaba y la nieta debe descubrir y aceptar que su madre una vez fue niña como ella. Al otro lado del bosque se encuentra la misma casa de la infancia pero en un viaje temporal en el que la niña puede encontrarse con la versión de ocho años de su propia madre y con una abuela que, de repente, ya no parece tan mayor. La aparición fantasmagórica surge sin aspavientos, sin subrayados, jugando en medio del bosque. La sencillez de sus formas resulta engañosa: esta no es una película cualquiera, los largos planos que persiguen a las niñas buscan también una suerte de comunión espiritual entre ambos personajes, en un abrumador intento de poner de manifiesto lo que de universal hay en esa primera mirada hacia el mundo. Como en Ponette (Jacques Doillon, 1996), también dolorosamente hermosa, el recuerdo y la memoria de los que se han ido viene a colocar todo en su sitio para lo que aún está por llegar.