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Resulta paradójico que los barrotes de una celda, diseñados para la contención, sean incapaces de retener la soledad que allí se condensa. Su sombra es alargada y llega hasta el corazón de los solitarios, y de aquellos que acuden a prisión sin una orden de detención. Josefina habla de estas personas, de quienes conviven con su soledad, inmersos en sus rutinas sin buscar un cambio, siguiendo siempre el mismo recorrido. El debut en el largometraje de Javier Marco viene precedido por una sólida carrera en el corto, un formato que le ha permitido explorar las complejidades de las relaciones interpersonales, en especial las que configuran los vínculos con el otro. Marco continúa la tesis sobre soledades encontradas que ya inició con Muero por volver (donde aferrarse a lo material era el método de hacer perdurable el amor) y que abordó también en A la cara, incluyendo, esta vez, una nueva dimensión en lo interpersonal que contemplaba lo público y lo privado y sus imposibles delimitaciones virtuales. Al igual que en este último cortometraje, los protagonistas de Josefina tienen que encontrarse de frente. Tienen que encararse y superar la barrera que bloquea todas las palabras no dichas o no reveladas. Tres miradas a cámara puntean la película, la atraviesan y traspasan la pantalla en busca de una conexión imposible (al menos diegéticamente). Cada una contiene una historia, una perspectiva y una verdad; tres relatos cruzados que necesitaban encontrarse. No saber qué sucede tras ese encuentro es un regalo para el espectador y su capacidad para imaginar happy endings.