Print Friendly, PDF & Email

Abel lleva consigo el nombre bíblico del nómada, el que vaga eternamente. Su comunidad ha sido golpeada por la muerte de su primo Jesús, un joven piloto de carreras. De manera casi accidental, Abel termina ocupando el lugar del otro, llenando el vacío que las personas de alrededor aún no están dispuestas a asumir. Todo se sucede de forma inocente pero el chico acaba durmiendo junto a sus tíos, llevando la ropa de Jesús, pilotando su coche o frecuentando a los que fueron sus amigos.

En un momento crucial cuya conmovedora decisión formal puede recordar a la también decisiva Betrayal (Kirill Serebrennikov, 2012), el cuerpo transmuta y ya no vemos a Abel, sino a la representación física de quien era Jesús o, al menos, al actor que debería encarnarlo. Se inicia así un proceso fascinante de suplantación fantasmagórica donde, además, la puesta en escena se lanza al fin a un riesgo estético cada vez más acentuado, en un terreno donde la poesía y lo fantasmal han conquistado toda lógica. No se trata solamente de explorar la negación, la más prematura fase del duelo. Se trata de un largometraje incisivo, oscuro, más contenido de lo que su apabullante cuidado formal pueda sugerir y que, como la Laura de Preminger (1944), convoca a los muertos para descubrir a través de las imágenes todo aquello que estos se llevaron consigo.