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Indagación lírica con raíces mitológicas en la identidad y en la historia de su amada ciudad de Nápoles, la nueva realización de Paolo Sorrentino toma como médium a una hermosa mujer llamada como la sirena de la mitología que dio nombre a la ciudad, Parthenope. Una mujer nacida en el agua, que deambula casi como una sonámbula por hermosos escenarios y por lujosas mansiones de manera indolente y sin ceder nunca del todo a los deseos de cuantos jóvenes la pretenden, de vocación antropóloga, estudiosa y culta, de sentimientos misteriosos, inaccesible en sus emociones y de pensamientos opacos, retratada por Sorrentino como si fuera una modelo de Saint Laurent (no por azar, productora del film) en una sucesión de spots publicitarios en términos de luz, de encuadres y de concepto. La película se pierde una y otra vez por múltiples meandros y deambula, como su protagonista, entre la belleza y la monstruosidad grotesca de feísta estirpe felliniana (el episodio con el sacerdote junto al tesoro de San Geminiano), sin temor a despeñarse por el manierismo formalista más hueco (marca inequívoca de su estilo), a abrir absurdas digresiones que no van a ningún lado (el personaje de John Cheever interpretado por Gary Oldman en un par de episodios completamente inútiles) ni a desplegar oscuras reflexiones sobre el incesto, el suicidio, la valoración de la belleza femenina o la renuncia a la maternidad. El cóctel se hace indigesto a pesar de que, en sus mejores momentos, parece contagiado por lejanos ecos de El año pasado en Marienbad, y, en su peores, convierte a su protagonista, de manera autoindulgente, en objeto fetichista de un mirada explícitamente voyeurística (la suya y la de su cámara). Si la puesta en escena nos habla de la visión del mundo del cineasta, la que se desprende de las imágenes de Parthenope no puede ser más solemne, solipsista y ensimismada. Una indigestión de ego, en definitiva.

Carlos F. Heredero

Estamos en Nápoles, territorio Sorrentino, en una casa junto al mar. Es un viejo palacio aristócrata, decadente, tan anacrónico como la carroza versallesca que está guardada en un rincón de la estancia. En este mundo va a producirse un parto y el alcalde anuncia que será una niña y que tendrá nombre de sirena: Parthenope. En este punto de arranque Sorrentino muestra sus cartas, la sirena será la encarnación de la belleza y estará destinada a convertirse en una diosa. Parthenope atravesará unos cuantos años de la historia de Nápoles, pero la sociedad napolitana que se mostrará no será ni la de la Camorra, ni la de sus calles bulliciosas, sino otro Nápoles situado frente al azul del mar, en el que todo remite a una cierta idea de belleza. Parthenope será la chica bella que quiere encarnar un cierto ideal femenino, visto desde una perspectiva masculina. La chica bella es filmada al ralentí, exhibe vestidos de Saint Laurent y se mueve por un mundo en que todo está meticulosamente cuidado, en el que ningún traje tiene ni una arruga y donde los chicos también son querubines. Sorrentino nos muestra esa idea de una Italia prisionera de la belleza, como si el paisaje engendrara cuerpos esbeltos. Esa Italia que hace años fue tan grata al Bernardo Bertolucci de Belleza robada o al Luca Guadagnino de Call Me By Your Name. A diferencia de Bertolucci o Guadagnino la mirada de anuncio Versace no es una mirada extranjera sino que quiere ser profundamente napolitana, indagando incluso en el inconsciente del lugar. Sorrentino entra en un Nápoles marcado por sus rituales y al intentar atrapar, como si fuera un antropólogo, este mundo siente la tentación hacia lo grotesco, como elemento clave de su estilo. Lo grotesco le sirve para abrazar, como en otras ocasiones, una cierta mirada felliniana mal digerida y nos muestra un coito alegórico entre el norte y el sur italiano a la búsqueda de una fusión imposible o inspecciona el milagro rosselliniano trivializándolo a partir del coito entre un obispo y la protagonista ante los restos de San Genaro. Sorrentino hace avanzar la película por acumulación, intentando robar siempre la belleza de la protagonista hasta estereotiparla. Por el camino surge la moraleja de la fábula en la que la mujer deja de ser bella, abandona toda tentación de la maternidad, asume la vida desde la soledad y deja la pretensión artística para iniciar una carrera universitaria como antropóloga.

A estas alturas del festival resulta curioso ver cómo, de forma inconsciente, las películas proponen un diálogo y cómo el tema de la belleza se ha convertido en un tema mayor. Sorrentino acaba estableciendo una clara correspondencia con The Substance de Coralie Fargeat. En ambas la mujer bella convertida en actriz intenta ser otra cosa y al final se acaba reconociendo la belleza informe del monstruo. Fargeat parte del gore para trazar una mirada femenina demoledora, Sorrentino parte de su eterno debate entre lo bello y lo grotesco para acabar buscando un camino de redención de fuerte arraigo católico.

Àngel Quintana