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Por lo menos desde algunos cuentos de Adolfo Bioy Casares, por solo mencionar un nombre, la cuestión de los muertos y los fantasmas siempre ha estado presente en la literatura argentina. Por eso no es de extrañar que Nosotros nunca moriremos (el tercer largo de Eduardo Crespo, con la colaboración en el guión del infatigable Santiago Loza) se inscriba en esta tradición desde el filtro del ‘nuevo cine’ de aquel país. La historia cuenta la peripecia de una madre y su hijo preadolescente que viajan en coche a la Argentina profunda con el fin de enterrar a su hijo y hermano mayor, respectivamente, fallecido allí en extrañas circunstancias. Y el estilo consigue que esos paisajes se alcen ante el espectador como una especie de misteriosa tierra de nadie, un universo en suspensión en el que tanto el espacio como el tiempo han quedado extrañamente abolidos.

Las múltiples alusiones al más allá, a la posibilidad de la vida después de la muerte, desde la Biblia hasta una inexplicable máquina que facilita la conexión con todas las energías del universo, parten del género ‘fantástico’ para adentrarse en un nebuloso territorio metafísico nunca confirmado, solo sugerido. Pero, a la vez, el itinerario estrictamente físico de esos personajes, que acaba incluyendo secundarios memorables que van desde el mejor amigo a la novia del muerto, dibuja una geografía que mezcla lo humano y lo mineral, la materia y el espíritu, la tragedia y el humor. Pues en ese trayecto zigzagueante, en ese laberinto donde los cuerpos y las almas experimentan inverosímiles transformaciones, se juega algo mucho más importante que todo eso. En la estela de El guardián entre el centeno, la novela de Salinger que el muerto llevaba consigo a todas partes, se trata aquí de un doble aprendizaje: el del que ya no está, que se ha volatilizado en la pura desaparición, y el de su hermano menor, que en ese mismo momento empieza a vivir y a hacerse presente. Y lo más hermoso es que todo ello resulte, al final, inexplicablemente conmovedor.