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Neptune Frost es un film explosivo, enérgico, inspirador y también desafiante. Una película antisistema, cine de guerrilla, autofinanciada (mediante una campaña internacional de crowdfounding) y autoproducida. El que es el primer largometraje realizado en conjunto por Anisia Uzeyman y Saul Williams, parte de dos grandes temas sobre los que reflexiona y se cuestiona: el papel de la tecnología en el continente africano, a partir de la denuncia del trabajo en las minas de coltán, y el lugar y el espacio de reconocimiento y visibilización de la homosexualidad y la transexualidad. En torno a ellos elaboran un estimulante ejercicio poético que atraviesa los límites del videoarte, introduce secuencias puramente abstractas, ofrece un diseño de arte asombroso y, sobre todo, recoge la escena artística más bullente de Ruanda (donde se ubica la trama), para reunir el talento creativo de poetas, músicos, artistas y bailarines que dan consistencia a esta valiente e inclasificable película.

Neptune Frost es, esencialmente, un musical político que combina la tradición tribal de los cantos y danzas africanas con la música electrónica más actual. Y en este aspecto la película puede ser leída también como una celebración y una actualización de las raíces. Pero cada uno de los temas musicales que puntúan la película sirve como canto reivindicativo de asuntos que van desde la idea del universo virtual como espacio de resistencia y libertad, la posibilidad de cambiar los códigos (sean estos cuáles sean), el derecho a una identidad de género libre, la delación de la esclavitud y la necesidad de una dignificación del trabajo, la urgencia de entender que la verdad no es única, ni viene siempre expresada a través de los medios ‘autorizados’, pero también en contra de la oligarquía o el patriarcado.

Todo este canto reivindicativo al grito de “Fuck Mr. Google”, se narra a través de la huida del personaje de Neptune y de su viaje de transformación (“nací a mis 23 años”, afirma el personaje) en una película que aboga por la resistencia, por retar a la vida para seguir conquistando espacios. A través de un trabajo de estilización realmente sugestivo que juega con la idea de distopía tecnológica, elabora un extraordinario universo de luces fluorescentes, navegando entre la realidad y una cierta idea del subconsciente como espacio surreal y de ensueño futurista que en ocasiones se convierte en una interfaz abstracta de luces y formas (“porque la realidad tiene siempre distintas interpretaciones”, como se afirma también). Un trabajo de arte que se sirve del reciclaje para elaborar trajes y escenarios que bien podrían formar parte de una instalación museística. Y al final, un film que reivindica bien alto la poesía como mecanismo para recuperar la lucidez.

Jara Yáñez