Resulta muy difícil escribir de Megalópolis. Su director lleva soñando con ella desde los años ochenta del siglo pasado, ha fracasado una y otra vez en su intento de realizarla, ha escrito y reescrito innumerables versiones del guion y, finalmente, ha vendido gran parte de sus viñedos con el fin de invertir 120 millones de su dinero personal para poner en pie, ¡por fin!, su fantasía soñada, su desiderátum fílmico, su obra más ambiciosa y a contracorriente de todo lo habido y por haber, llamada a convertirse, quizás de manera irremediable, en su testamento creativo. Pero la primera y casi continuada impresión que produce el film es la de un trabajo que se desborda a sí mismo: las secuencias se acumulan sin demasiado orden ni sentido, se suceden los golpes de efecto que responden a un diseño de producción heteróclito y sustancialmente feo (¡algo incomprensible en su cine!) para situarnos en el Nueva York de un futuro distópico, donde las carreras de cuadrigas modelo Ben-Hur se celebran ahora en un Coliseum cercano a Times Square, donde el art déco del edificio Chrysler (claro, el más hermoso de todos los rascacielos de la ciudad) alterna con el empalagoso pastiche new age de la ciudad futurista y ecológica imaginada por el visionario arquitecto Caesar Catilina (un esforzado Adam Driver que lucha denodadamente con un personaje tan excesivo como vacuo). Una especie de río torrencial donde se pasa de los decorados propios de Marvel a la tosquedad resolutiva y escenográfica del péplum, donde se suceden de manera bastante arbitraria, uno tras otro, pomposos y autoindulgentes tableaux vivants, donde los diálogos alternan a Shakespeare con citas históricas en latín que se quieren portadoras de mensajes trascendentales, donde la Estatua de la Libertad se contrapone con imágenes de Hitler y Musolini, y donde hasta un satélite de la vieja Unión Soviética navega amenazantemente por el espacio…

Coppola compone con todo ello (y con una historia romántica de por medio, heredera inequívoca de Romeo y Julieta, pues los enamorados pertenecen a clanes diferentes de la ciudad) una meditación en voz alta –¡muy alta y rimbombante– sobre sí mismo, pues quedan pocas dudas de que Caesar Catilina es una figura concebida para que el cineasta se ponga en escena como tal por persona interpuesta. “Un hombre del pasado poseído por el futuro”, se dice del protagonista. Sin duda, porque el director de El padrino se ve a sí mismo también como un representante del pretérito tratando de detener el presente para conquistar el futuro del cine, del que viene pregonando en los últimos años que debe ser interactivo. Y quizás por ello, dispuesto a ensayar su propia profecía, intercala una especie de sobrevenido intermedio en el que un actor real sale al escenario y, delante de un micrófono que trae consigo, le hace una pregunta directamente a Catilina, y este le responde desde la pantalla. Una mera ocurrencia (carente además de desarrollo posterior) que, sin embargo, no podrán disfrutar los espectadores en las salas españolas.

La alargada sombra del individualista Howard Roark, inolvidable protagonista de El manantial (1949), se cruza varias veces en el camino de Catilina, pero la criatura de Coppola es apenas una triste caricatura del personaje de King Vidor (interpretado allí por un soberbio Gary Cooper). Por otra parte, Megalópolis es un festival para los estudiosos de Coppola, pues viene a cerrar su filmografía con un compendio exasperado de todos sus temas, con especial énfasis en dos: la figura del visionario incomprendido, del megalómano inconformista capaz de adentrarse en las aventuras más disparatadas, y la lucha contra el tiempo (recuerden Peggy Sue se casó, entre muchas otras), obsesión suprema de Catilina, constructor heroico de un modelo de civilización que salvará al mundo del desastre al que parece abocado, pues la película parte de la conciencia de que la caída del imperio romano está a punto de repetirse en el Nueva York futurista de sus imágenes. Un personaje que tiene además la capacidad de detener y acelerar el tiempo a su antojo (igual que un director de cine) y que finalmente será padre de un bebé a quien pondrán por nombre ‘Francis’: la única criatura que seguirá moviéndose cuando el tiempo vuelva a congelarse por designio del protagonista.

La película fluye generosa y torrencial, desmedida y apabullante, imperfecta y faraónica en su inaudito intento de trasladar al futuro inmediato de los Estados Unidos la Conjuración de Catilina en el imperio romano. Desequilibrada y delirante, es también conmovedora en su quijotesco empeño de romper las barreras tradicionales de la representación a base de superponer todo tipo de materiales, incluidas imágenes de animación y diseños arquitectónicos, de partir la pantalla en tres segmentos o en navegar por dimensiones oníricas. Pese a todo, y en medio de tanto delirio operístico, llama la atención que se cuelen algunas secuencias callejeras, efectos de vfx y decorados atrabiliarios que denotan, fatalmente, la pobreza de presupuesto en un film que hubiera necesitado mucha mayor inversión pese a todo. Queda la sensación, ciertamente amarga, de que este final no era el que se merecía el creador de El padrino y el ganador en Cannes de dos Palmas de Oro (La conversación y Apocalypse Now!), pero también la felicidad de ver cómo un cineasta de 85 años sigue empeñado, con la misma audacia de siempre (recuérdense Corazonada y Apocalypse Now!), en hacer avanzar el cine y en luchar, caiga quien caiga, contra todas las expectativas convencionales de una industria que sigue sin comprenderlo. Megalópolis no hará ni mejor ni peor la filmografía monumental de su creador, pero todavía deja ver de manera intermitente –en medio de tanto esfuerzo fallido, y a pesar del ridículo en el que llega a caer en más de una ocasión– destellos aislados de un inmenso talento. Quizás estemos ante el mayor naufragio creativo de toda la carrera de Coppola, pero solo por su valentía, por su temeridad suicida y por su absoluta locura, no deja de caerle simpático el empeño a este crítico que reconoce sin ambages todo su desastre.

Carlos F. Heredero

Hay tres ideas que traviesan toda la filmografía de Francis Coppola: América, el tiempo y el poder mesiánico de la creación. Megalópolis está construida alrededor de estas ideas y funciona como un artefacto extraño, excesivo, irregular, atrapado en sus pretensiones, pero sumamente interesante para revisar lo que queda de las cenizas del Nuevo Hollywood. América es el Imperio, como Roma lo fue en su tiempo. Coppola parte de la idea de que estamos ante la caída del imperio romano y que Caesar será traicionado, que los poderes ocultos del senado utilizarán la venganza y la traición para llevar a cabo la conquista del poder. América como Roma es una sociedad que vive en la opulencia del espectáculo y que quiso su República, sus dioses y su mitología. En Roma, todo acabó devorado como previsiblemente América acabará devorada por sus ambiciones. El tiempo es algo que está siempre presente en el cine de Coppola. El tiempo no es el de la Historia sino siempre un tiempo subjetivo que a veces lleva consigo curiosos saltos, otras veces se dilata hacia una interminable espera, en otras ocasiones puede detenerse para dar paso a otras temporalidades y en el fondo siempre remite al futuro y ese futuro es el de la utopía. Megalópolis se abre mostrándonos al personaje de Caesar ante el vacío, dispuesto a parar el tiempo. Toda la película está poblada de grandes relojes y la acronía acaba destruyendo toda idea distópica. Estamos en un tiempo acrónico en que Roma es Nueva York, pero también puede ser Versalles o simplemente un eterno carnaval veneciano. Finalmente está la idea del creador pretencioso que entiende el arte como una religión desde la que se puede alcanzar la utopía. Megalópolis nos habla del artista como arquitecto y nos remite a la idea de que América pasó de ser la América de los grandes espacios vírgenes y de las comunidades de las que hablaba Ralph Waldo Emmerson –un filósofo omipresente– a la América de la arquitectura, del diseño racionalista, de la pretensión de convertir la superficie urbana en un desafío constante a los dioses, como si la torre de Babel no dejara nunca de construirse.

La idea del artista como arquitecto remite a otra pieza clave del pensamiento americano, pero en la que la sublimación del artista como Dios puede acercarse hacia una idea fascista de la ambición humana: el pensamiento de Ayn Rand, quien preconizaba que el capitalismo era el único sistema económico que permitía al ser humano alcanzar su condición humana haciendo uso de la racionalidad. Aynd Rand escribió El manantial (1943), que King Vidor adaptó al cine. El manantial cuenta la batalla de un arquitecto para practicar lo que el público ve como la arquitectura moderna y racional, en un establishment centrado en la adoración de la tradición y la falta de originalidad. El personaje de Caesar –Adam Driver– de Megalópolis es este artista que a su vez funciona como auténtico alter ego del propio Coppola. El cineasta consiguió destruir lo viejo para fundar el nuevo Hollywood y levantar un imperio cinematográfico ambicioso en el que el cine podía llegar a ser la utopía de fin del siglo XX. ¿Qué pasa cuando el imperio empieza a romperse? ¿Qué pasa cuando ese mundo racional está fracturado? ¿Qué pasa cuando los dioses ya no dan respuestas a los humanos en esa América postcapitalista? Megalópolis nos habla de la necesidad de construir un mundo mejor a partir de una utopía descabellada que pasa por el exceso, la destrucción para la construcción de un mundo en el que las cárceles que Piranesi proyectó como alucinaciones utópicas den paso a otros espacios más habitables donde el espacio urbano se transforme en parques racionales y el acero de paso a entornos habitables. La utopía pasa por un mundo sin diferencias de clase, donde solo continuarán triunfando los poderosos. En este mundo el cineasta artista tiene sus herederos –el hijo de Caesar se acabará llamando Francis–, pero es un mundo en el que la imagen se ha desmaterializado, ha perdido su apego a la tierra como los edificios racionalistas de Frank Lloyd Wright –el arquitecto que inspiró El manantial– para transformase en una imagen artificio. Coppola encuentra en esta imagen desmaterializada la puerta para ir hacia el exceso. Es un camino que le permite crear una nueva imagen barroca que también quiere funcionar como la utopía de un nuevo cine, aunque en el fondo, el cineasta utópico fracase en su intento.

Àngel Quintana