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La nueva película de Icíar Bollain pivota sobre un núcleo dramático y moral de alto voltaje que es, en sí mismo, pura dinamita. Su materia narrativa pertenece, de hecho, al ámbito de lo irrepresentable, pues gira en torno a un impulso y a un encuentro que en el fondo solo pueden ser concebidos en lo más profundo de una vivencia íntima tan dolorosa como intransferible: la conversación entre la viuda de una víctima del terrorismo y los asesinos de su marido, en ambos casos con objetivos sanadores y con ánimo de curar heridas probablemente incurables. Que tal encuentro se haya producido en la realidad, que el guion de la película se haya escrito con la colaboración de los implicados de una y otra trinchera y que esto hecho haya sucedido en Euskadi ­–hace tan solo una década– son datos que pueden explicar por qué la película genera tanta expectación en España e incluso por qué se ha programado en el Festival de San Sebastián, pero nada de ello tiene que ver con la médula esencial del misterio, con el desgarro atroz que anida en lo más hondo de la víctima y con las vías por las que los asesinos pueden llegar a sentir la necesidad de participar en un programa que, como sabemos, tenía también objetivos y resonancias curativas para el conjunto de la sociedad vasca.

Se trataba, por lo tanto, de una materia inflamable, difícilmente encarnable o representable con los moldes de una dramaturgia tradicional, de una narrativa causal y psicologista (un modelo que, por su propia naturaleza, necesita construir una cadena férrea de motivaciones), en los esquemas de una película que necesita despertar y reclamar la complicidad emocional de los espectadores. Y esto porque el verdadero núcleo de lo que se quiere contar no tiene solo raíces ni explicaciones racionales, o psicologistas, o ideológicas, o sociales. Su naturaleza es mucho más elusiva y misteriosa, mucho más irracional, mucho más íntima y secreta, cuando no del todo inefable. Sus motivaciones y su concreción final resuenan fuera del alcance de la lógica y de los códigos morales consolidados. Y esta última dimensión es la que se le escapa por completo a una realización de estirpe tradicional y a un relato psicologista que, con todos sus aciertos, consigue construir –al final– una película solvente, bien realizada y bien interpretada, pero que, a la postre, apenas consigue arañar la superficie más externa de ese admirable, pero doloroso, casi inimaginable trance. La propuesta fílmica de Maixabel es por ello, sin duda, social y moralmente valiosa, pero se queda en los alrededores de su núcleo vivencial y dramático sin conseguir llegar a penetrar en su interior.