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Integrante de la llamada sexta generación de los cineastas chinos, Guan Hu llega a realizar esta más que notable película tras dirigir más de veinte largometrajes y varios episodios de series televisivas después de debutar en el cine con Dirt (1994). Y lo que más llama la atención de su nueva propuesta es la depuración y la sequedad, atravesadas por un soterrado y sutil aliento cómico y poético, para contar una historia situada en una lejana población china del desierto de Gobi durante los días inmediatamente anteriores a la celebración en Pekín de los Juegos Olímpicos (inaugurados el 8 de agosto de 2008) poco después de que un completo eclipse solar pudiera ser visto en aquellas mismas latitudes. Los dos sucesos tienen aquí su importancia, pues actúan el primero como contraste triunfalista y publicitario, y el segundo como catarsis lírica dentro de una ficción que retrata –a medio camino entre el realismo más sobrio y la ciencia-ficción casi distópica sin llegar a poner en juego ni un solo elemento de naturaleza fantástica– la descomposición de una ciudad en trance de ser prácticamente demolida en su integridad para alumbrar un nuevo hábitat más próspero en los negocios (según la propaganda oficial) mientras los perros abandonados por los habitantes que ya se han marchado del enclave se enseñorean de las calles, de las plazas, de los edificios en ruinas y de todos los parajes casi desérticos de los alrededores.

En medio de semejante encrucijada, el hijo del cuidador del zoo (un anciano ya alcoholizado y en trance de morir) regresa a la ciudad tras cumplir condena por un supuesto asesinato. Personaje taciturno y silencioso, que apenas llega a pronunciar cuatro o cinco frases en toda la película (interpretado por el cantante canadiense-taiwanés Eddie Peng, ya presente en películas de Tsui Hark, Zhang Yimou y Sammo Hung, entre otros), el protagonista termina encariñándose de un perro negro y díscolo, inicialmente agresivo, pero en realidad desvalido y frágil, que comparte con él la atención dramática del relato y, a medida que este avanza, el cariño compartido de los espectadores. Película de narrativa seca y elíptica, despojada de todo adorno o subterfugio psicologista, Black Dog termina erigiéndose como durísima metáfora de un país arrasado por un hipotético progreso, un escenario desolado y casi negro por el color también las tierras que lo rodean, casi un no-lugar despersonalizado en el que los perros salvajes rinden un emocionado tributo a un héroe casi melvilliano –en su silencioso hieratismo y en su personalísimo código de lealtades morales– cuando este regresa a la ciudad después de rescatar al can que da título al film. Puede decirse de manera coyuntural (la buena película de perros es esta, y no la inane bobada suiza de Le Proces d’un chien, presente también en Un Certain Regard), o, si se prefiere, con una perspectiva más analítica o historiográfica: Black Dog forma, junto a la película de Jia Zhang-ke (Caught by the Tides) un díptico imprescindible para poder acercarnos de manera poética a las cruciales y dramáticas transformaciones de la China moderna.

Carlos F. Heredero