Algún día el cine francés deberá rendir cuentas, por lo menos el de la Nouvelle Vague y alrededores. A partir de sus figuras de estilo, repetidas y replicadas hasta la saciedad, se ha creado un simulacro de puesta en escena que aparenta lo que no es. Y desde sus ruinas se ha configurado una plusvalía del residuo formal que lo mismo vale para un roto que para un descosido, desde los mejores estilistas (Desplechin, Assayas, Hansen-Love…) hasta los virtuosos del fingimiento (Audiard, Canet, Lafosse…). Los hijos de otros, la última película de Rebecca Zlotowski, pertenece sin duda a esta última categoría. Incluso hay en ella fundidos y aperturas en iris, o cartas leídas por sus remitentes mirando a cámara, que apuntan al cine de François Truffaut. Nada más lejos de la realidad, por el contrario: este es un film de imágenes planas, casi inexistentes de tan manidas, cuya trama no tiene otro remedio que destacar por encima de una forma tan fofa y blandengue que a veces parece derretirse ante nuestros propios ojos.

Virginie Efira es aquí una mujer al borde de la menopausia en cuya vida se cruza un hombre que finge seguir siendo joven, padre de una niña presuntamente encantadora. Ella quiere tener hijos, él ya ha tenido bastante. Estamos, pues, ante otra película sobre la maternidad, como deseo pero también como obligación, pero con la particularidad de que esa cuestión podría ser sustituida por cualquier otra y no pasaría absolutamente nada. Con toques de comedia y de melodrama, Los hijos de otros no da puntada sin hilo: cada vez que aparece un personaje o se da a ver una situación, es para que la audiencia tome nota. O, dicho de otro modo, si la protagonista tiene una hermana, es para que esta, a su vez, tenga un hijo que subraye la frustración de aquella. Su condición de profesora de instituto sirve para que uno de sus alumnos, ya talludito pero más bien díscolo, acabe representando al hijo adolescente que nunca tuvo. Cuando nos enteramos de que una de las madres de la guardería se está muriendo de cáncer, nos apercibimos simultáneamente de que esta es también –o quiere ser– una película sobre el envejecimiento y la proximidad de la muerte… Todos estos tableaux, en fin, vienen indefectiblemente ilustrados por canciones ad hoc, siempre clásicos más bien vintage de procedencia variada y diversa. De la misma manera en que la forma es informe, el contenido es incontinente. Y la glorificación de la heroína acaba siendo no tanto un gesto feminista como una puesta al día de la novela rosa, versión pret à porter. Es decir, todo lo contrario de lo que se pretende.