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En el cine de Michelangelo Frammartino, hay una mística del encuadre que condiciona todo lo demás. Tanto en Le quattro volte (2010) como en Il buco (2021), los planos están primorosamente construidos, y cada uno de ellos erige a su vez un microcosmos que va enlazando con el siguiente, y después con el siguiente, hasta formar una red de sentido que finge una transparencia que en realidad no existe. En Il buco, eso se hace evidente: gracias a la exquisita labor de montaje queda claro que no se trata de pegar un bloque tras otro, sino de calibrar el modo en que cada uno de ellos reverbera en el otro y así sucesivamente, hasta que al final, cuando esa operación cobra la apariencia de un montaje paralelo, se produce la revelación, que por otro lado no es más que la manifestación de una imposibilidad: la de llegar al fondo del asunto. El equipo de jóvenes espeleólogos que, en 1961, se trasladó a una pequeña población calabresa para descender a una de las cuevas más profundas del mundo, queda retratado aquí en paralelo a la peripecia mínima del pastor que cae en la catatonia y el silencio más absoluto en un abismal proceso de pérdida del lenguaje, el mismo que experimentan los expedicionarios al abandonar progresivamente el mundo visible y aproximarse al gran agujero que da título al film.    

Dicho esto, sin embargo, hay que añadir que Il buco es también un callejón sin salida, una apuesta estética que en sí misma no puede tener continuidad, lo cual no es necesariamente malo pero sí revela una cierta autocomplacencia, esa que va acechando cada vez más al cine de Frammartino. Aquí el desafío es extremo, hasta el punto de que el registro teóricamente documental se ve negado por su condición de reconstrucción de unos hechos que ocurrieron hace 60 años. ¿Puede filmarse ese pasado como si fuera el presente, sin marcas de época ni veleidades historicistas? Frammartino demuestra que sí, y añade además que esa operación da lugar a un tiempo sin tiempo que es en realidad el tiempo del cine, ese que solo puede suceder mientras miramos una pantalla y que es el objeto de muchas de las más arriesgadas películas actuales, como sospecho que se va a demostrar estos días en Sevilla. Pero esa excesiva seguridad en sí misma que demuestra Il buco, ese señalar con el dedo un misterio que es imposible describir, se vuelve contra ella y la atenaza, la inmoviliza, la convierte en un objeto fabricado a partir de la misma piedra de la que está hecha la cueva. Y da la impresión de que bastaría con tocarlo para que se derrumbara, para que quedara al descubierto su condición ilusoria. No puedo concebir mejor ejercicio, a estas alturas del festival, que comparar la arquitectura perfecta de Il buco con la insobornable anarquía de Ahed’s Knee, el film de Navad Lapid, y a partir de ahí decidir qué cine queremos para ese futuro que viene.