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¿Qué decir de una película que pretende filmar la adolescencia desde dos perspectivas tan distintas como la pintura clásica e Instagram? Pues eso: que se trata de ilustrar un conflicto continuo, una tensión permanente, un choque constante. Santi Amodeo, en su primer largo realmente personal desde las fundacionales Astronautas (2003) y Cabeza de perro (2006), toma ya al principio una decisión que se va convirtiendo poco a poco en la razón de ser del film: adoptar el punto de vista de su joven e incierta heroína y no abandonarlo jamás, hasta el extremo de que la amiga con la que lo comparte todo se va convirtiendo progresivamente en un enigma, un gran interrogante al que solo se puede responder desde una perspectiva ambigua y fragmentada. Y eso es fundamental, sobre todo en el seno del cine español, donde todo parece siempre contado desde no se sabe muy bien dónde, seguramente desde un lugar que no existe. Pues bien, las dos jóvenes protagonistas de Las gentiles podrían existir y de hecho seguro que existen, resultan conmovedoramente creíbles e incluso próximas y, sobre todo, ostentan una presencia cinematográfica por completo física y material, por otro lado sin perseguir ningún tipo de “realismo” al uso.

Ahí reside la gran valía, la verdadera importancia del film de Amodeo. La cultura de las redes sociales, el ambiente del instituto y los botellones, la contradictoria vida familiar, no se contemplan ni desde el paternalismo ni desde la condescendencia, no pretenden enseñarnos nada ni son vistos a través de ningún prisma moralista. Son lo que son: algo que hay que trascender a partir de una sublimación. Las chicas de Las gentiles (y tenían que ser chicas, no hubiera valido otra cosa) son como las últimas representantes de un romanticismo que hunde sus raíces en el siglo XIX y culmina en ese nuevo universo idealizado que representa Internet, que ahora mismo desempeñaría el papel que supuso el mundo de la Grecia clásica para Mary Shelley o el Sturm Und Drang para el Werther de Goethe. De ahí que el anhelo sea el mismo: un suicidio que acabe con todo. Y de ahí también que todo se mezcle, desde la obsesión por la Ofelia de Millais hasta la simbología del agua, ya sea la inmensidad del mar o la piscina de una casa pareada. Amodeo filma Sevilla como si fuera Los Ángeles, incide en los no-lugares y en la globalización de un determinado modelo urbano, habla de la infección neocapitalista como de una enfermedad que se ceba en el modelo de familia tradicional, pero nunca se rebaja a reducir la película a un esqueleto didáctico. Sus protagonistas, incorporadas por dos actrices prodigiosas, quieren escapar incluso de esa cárcel conceptual. Y aunque el final pueda resultar algo convencional y hasta contradictorio, el film mantiene siempre el vuelo poético necesario como para resistirse a toda explicación tranquilizadora.