Carlos F. Heredero.
Con Europa entera sumergida en una cabalgante crisis económica y bajo la ola que genera una constante regresión en todos los ámbitos (en la protección social, en los derechos laborales, en la propia identidad europea –que se resquebraja a pasos agigantados– y hasta en la propia ‘excepción cultural’, amenazada por el tratado de libre comercio entre Europa y Estados Unidos), el festival de Cannes ha vuelto a poner el dedo en la llaga y nos ha lanzado un sonoro aviso para navegantes.
Lo viene a sugerir Àngel Quintana en su texto sobre la presencia inquietante del mal, de una maldad nada banal, dentro de numerosas ficciones presentes en el certamen. Sucesivos estallidos de violencia, criminalidad y perversiones destructoras surgían, una y otra vez, como respuesta caótica frente a las tensiones generadas por el retroceso de la solidaridad, la libertad y la racionalidad, valores propios de la modernidad, ahora en alarmante repliegue frente al sálvese quien pueda generado por la ley del más fuerte, frente a la corrupción generalizada de las élites económicas y ante la rendición de la política –de la acción colectiva y racional– a los imperativos depredadores del mercado.
Pero sucede, como bien sabemos, que la creación fílmica no entiende de fronteras, y por eso la sintomatología detectada por el sensible escáner cannois se manifiesta en todos aquellos lugares del mundo donde la desintegración democrática, la explotación económica y la falta de horizontes están gangrenando el desarrollo y la convivencia social. En la China del criptocapitalismo desenfrenado (A Touch of Sin), en el México que sufre la tenaza formada por el narcotráfico y la violencia policial (Heli) o que pierde sus mejores energías camino de la emigración (La jaula de oro), en el Singapur entregado al abuso criminal de menores (Only God Forgives), en las cloacas europeas que trafican con la misma perversión (Les Salauds), en las Filipinas que no encuentran salida frente a la corrupción institucional y política (Norte. The End of History), en los confortables dominios hogareños de la asentada burguesía del norte de Europa (Borgman), en los barrios humildes de las ciudades norteamericanas (Fruitvale Station) y hasta en los más bucólicos paisajes del sur (L’Inconnu du lac), diferentes explosiones de una maldad irracional amenazan el viejo orden instituido y convierten en víctimas a los más débiles y a los más desprotegidos.
Frente a semejante estado de las cosas, el cine levanta acta de lo que está sucediendo (alza la voz en lugar de callarse) y recompone –en términos simbólicos– la armonía de ese mundo devastado. Y lo hace, además, sobre sus propias ruinas y a despecho de los más preocupantes síntomas detectados por sus imágenes. Ese es el proceso curativo, pero no escapista, que llevan a cabo las tres películas verdaderamente grandes del festival: una recomposición que se manifiesta en la poliédrica estructura narrativa tejida por Jia Zhang-ke en A Touch of Sin, en el tempo sereno que articulan los largos planos-secuencia de Lav Diaz en Norte y en el gozoso hedonismo vitalista –plenamente consciente de las diferencias de clase– que Abdellatif Kechiche despliega en La Vie d’Adèle. Es la respuesta cultural del cine frente a la pesimista radiografía del presente.
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