La película de la semana: EL GRAN HOTEL BUDAPEST, de Wes Anderson.
Carlos Reviriego.
Es conocida la lectura que François Truffaut hizo del cine de R. Rossellini: “Empezó su obra filmando unidades pequeñas: un barco de guerra, una ciudad, una pequeña isla; luego filmó países, después continentes, más tarde períodos de la Humanidad…”. En una escala menor, y salvando todas las distancias (ambos cineastas son prácticamente opuestos), podemos decir algo similar del cine de Wes Anderson, quien desde la seminal Ladrón que roba a ladrón (Bottle Rocket, 1996) hasta El Gran Hotel Budapest (2014), en sus ocho largometrajes hasta hoy, siempre ha sentido la necesidad de encerrar a sus entrañables personajes en microcosmos cada vez mayores, de los que inevitablemente acaban escapando para emprender un viaje de autoconocimiento y relacionarse con el mundo exterior, bien sea para integrarse en él o directamente para ser expulsados.
De un instituto a una academia, de una casa a un submarino, de un tren a una madriguera, de un campamento a un hotel… Aunque en verdad, más que un hotel señorial, que tanto recuerda a ese sanatorio de los Alpes suizos de La montaña mágica (Thomas Mann, 1924) donde se discutía sobre enfermedad, política y estética, lo que Anderson inventa en El Gran Hotel Budapest, integrándolo como parte de su imaginario personal, es todo un país. Zubrowka, esa nación ficticia modelada a partir de las referencias visuales y culturales de los Países del Este, emerge en su último trabajo como el hervidero europeo del período de entreguerras, el tapiz en el que se disputan las batallas de un continente en dramática transformación, que deja atrás valores asociados a la nobleza para entrar en crisis y arrastrar su decadencia.
Estamos, qué duda cabe, frente a la película más ambiciosa, más sofisticada, compleja, suntuosa y delicada de Anderson. También la más emotiva. Es, como él mismo dice, su film europeo (como lo fue el corto Hotel Chevalier que daba paso a su Viaje a Darjeeling), y todo el peso de la Historia y de la tradición continental, al contrario que en sus películas anteriores (ínsulas aisladas en un universo fílmico más bien hermético), empapa el fondo de cada fotograma, propulsando el relato a lugares que trascienden el solipsismo andersoniano, que ahora se las ingenia para congraciar –en un gesto de imaginación chispeante– su mirada enfermizamente pop con la literatura de Stefan Zweig, el manierismo de Max Ophüls, la engañosa levedad de Ernst Lubitsch, la línea clara de Hergé y hasta el cálculo siniestro de Stanley Kubrick.
Aún con todo, a pesar de los ecos históricos a los que nos remite una película estructurada como un dispositivo literario con diversos narradores, marcos temporales y capas de lectura, El Gran Hotel Budapest se muestra totalmente obsesionada con la logística del cine y la experiencia fílmica del propio Anderson, con los mecanismos creativos de un escritor y un director que conoce sus virtudes y sus limitaciones al dedillo. Así, el film, a la vez que retrata con preciosismo un mundo en extinción y pone en marcha una aventura casi tintinesca, se postula como la más melancólica traducción de la conciencia del demiurgo.
Amistad, nobleza y melancolía
Recordemos el ‘spot de autor’ para American Express que filmó Wes Anderson diez años atrás: un plano secuencia instruyendo y repartiendo funciones mientras cruza el set de rodaje, la imagen romántica del cineasta flanqueado por sus fieles colaboradores y examinando sus propuestas creativas. En el plano final del spot, Anderson aparece recortado junto a su operador de cámara sobre el fondo de un edificio muy similar al del Gran Hotel Budapest, el centro escénico de la película. Y en este hotel de los líos es el conserje Monsieur Gustave H. (burbujeante, seductor, hipnótico Ralph Fiennes) quien ocupa el centro gravitario, la mente que pone todas las piezas en funcionamiento. Se postula por tanto como el personaje andersoniano por excelencia, más incluso que Max Fischer o Steve Zissou, un evidente álter ego.
Junto al botones huérfano Zero (el magnífico debutante Tony Revolori), cuya historia de iniciación en los años treinta traza la línea narrativa del film, M. Gustave cimenta el extraordinario relato de amistad, nobleza y melancolía de El Gran Hotel Budapest, en el que la sombra del nazismo está ahí aunque no sea nombrada (sobre todo en los personajes de Adrien Brody y Willem Dafoe), en el que la herencia de una aristrócrata (Tilda Swinton) y la trama de un cuadro robado ponen en marcha una serie de peripecias tan encantadoras y delirantes como las vividas en Fantástico Sr. Fox. Peripecias contenidas en una estructura de muñecas rusas –el relato lo narra el propio Zero en su madurez (F. Murray Abraham) a un escritor (Jude Law) de los años sesenta que, a su vez, es imaginado por otro personaje (Tom Wilkinson) en los ochenta– que se abren en abismo a distintas ratios de imagen (1:1.37; 1:1.85 y 1:2.35, según la época que filma) y que se inscriben en un tratamiento visual de líneas simétricas, variaciones cromáticas y movimientos de cámara que parecen sublimar el catálogo estético de Wes Anderson.
La arquitectura espacial por la que transitan los personajes (un desfile de la troupe del cineasta: Bill Murray, Edward Norton, Jason Schwartzman, Owen Wilson, con nuevas incorporaciones como Léa Seydoux, Mathieu Amalric y ¡Harvey Keitel!), a pesar del gigantismo del que hace gala su habitual efecto ‘casa de muñecas’, no logra eclipsar el factor humano de la historia. Las criaturas de Anderson, aunque sean una vez más dispositivos caricaturescos, figuras que en ocasiones se antojan tan animadas como las maquetas de su anterior largometraje, no son en ningún momento devoradas por los suntuosos, preciosistas espacios que habitan. Se integran y forman parte de ellos, implicándonos en sus aventuras como siempre ha hecho Anderson con sus personajes: colocándose a su lado o justo detrás de ellos, mirándoles sin ironía, animándoles en la consecución de sus planes.
En esa paradoja visual (personajes empequeñecidos por los espacios que, sin embargo, se hacen cada vez más grandes) está contenida la milagrosa contradicción de esta película: vehicular un ramillete de dramas personales y tragedias históricas desde el tono leve y el espíritu liviano.
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