Carlos F. Heredero

El cineasta filipino Lav Diaz ha emergido como el gran triunfador del festival de Locarno con su nueva película (From What is Before; véase crónica en Caimán CdC nº 30, pág. 72) al mismo tiempo que llegaban a la redacción de Caimán CdC sendos textos de Quintín y Adrian Martin
–ambos pueden leerse en sus columnas habituales (págs. 64/65)– en los que no solo polemizan sobre la real o supuesta envergadura artística y fílmica del director de Evolution of a Filipino Family (2004) o Melancholia (2008), sino que debaten de forma tan respetuosa como enconada sobre la actitud de la crítica ante los autores que se salen de lo normativo y que se atreven a explorar nuevos territorios.

Los dos artículos toman como pretexto y objeto de discusión un texto anterior de Adrian Martin sobre Norte. The End of History (2013), pero enseguida confrontan en una cuestión más amplia que abre toda una batería de interrogantes inherentes al propio ejercicio de la crítica: ¿cómo se puede apostar y defender con fuerza aquello que realmente merece la pena sin resultar dogmático?, ¿cómo intervenir con decisión y sin paños calientes en los debates estéticos del presente sin sonar profesoral ni admonitorio?, ¿cómo tomar cierta distancia reflexiva respecto a los consensos críticos que tantas veces encumbran precipitadamente a un autor radical que se pone de moda en algunos cenáculos?, ¿cómo evitar ser injustos con un autor o con una película por el tentador prurito de querer diferenciarnos de las corrientes hegemónicas…?

Son cuestiones que nos hacen recordar aquella enérgica convicción de Charles Baudelaire según la cual, “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abra el máximo de horizontes”, a la vez que viene también a nuestra memoria el sabio consejo de Gustave Flaubert: “Hay que saber admirar aquello que no se ama”. Entre ambos polos, el debate abierto por Adrian Martin y Quintín nos incumbe a todos, pues nos recuerda la necesidad de poner energía y pasión en nuestros juicios, al mismo tiempo que nuestra escritura debe esforzarse por “abrir el máximo de horizontes” y tener la suficiente amplitud de miras como para poder valorar, en sus justos términos, aquello que no nos hace disfrutar.

Con estas enseñanzas por delante, que derivan con nitidez de ambos textos, apostamos este mes con entusiasmo –y esperemos que sin dogmatismo– por una película (Boyhood, de Richard Linklater) que creemos no solo única y personalísima, sino también –lo diremos con pasión militante– uno de los más grandes logros del cine contemporáneo. Un film que se presenta bajo el humilde ropaje de una modesta producción indie que llega de Austin, pero que se zambulle con arrojo en un experimento apasionante y que resuelve su insólito desafío –nada menos que observar el paso del tiempo real sobre personas reales dentro de una ficción– con soluciones narrativas tan audaces como arriesgadas y con imágenes de una madurez, una luminosidad y una amplitud muy raras veces vistas en el cine.

¿Les parece suficientemente apasionado el diagnóstico?, ¿creen que pecamos de dogmatismo? Vayan a ver Boyhood y piensen a ver qué dirían ustedes…