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Carlos F. Heredero.

La pulsión cósmica, la invocación de los orígenes del universo y el Apocalipsis que conduce al fin del mundo no son precisamente lo que podríamos llamar temas habituales en los festivales de cine, y menos aún de las salas comerciales, pero Cannes 2011 se topó de frente con todos ellos. La colisión resultó traumática y dejó una huella profunda, pronto ocupada por la Palma de Oro concedida a El árbol de la vida: un galardón que nadie habría podido quitarle este año al film de Terrence Malick, cuyo impacto sobre la atmósfera del certamen, sobre las miradas del jurado y sobre los debates de la crítica polarizó de inmediato todas las opiniones.

Es el privilegio del cine visionario, ese que se atreve a explorar caminos nunca antes transitados, que se lanza al vacío en busca de lo desconocido y que crea imágenes que no se parecen en nada a nada que hubiéramos visto antes. Lo hace Malick, sin duda, pero también Lars Von Trier en el prólogo y en el epílogo de Melancholia, cuyo choque de planetas no ejercía solo como una metáfora de la dicotomía dramatúrgica planteada entre dos hermanas con diferentes visiones del mundo y de la vida (Kirsten Dunst versus Charlotte Gainsbourg), sino también como un eco fantasmagórico de otro choque no menos restallante, pues los creadores de uno y otro film ejercieron, a fin de cuentas, como antagónicos planetas capaces de absorber todas las energías del certamen.

El planeta Malick es silencioso y tímido, amante de la discreción y ajeno a la logorrea frívola. El planeta Von Trier es gesticulante y exhibicionista, necesita llamar la atención y se expresa con vehemencia descontrolada. El primero describía, sin embargo, una órbita totalmente desconocida incluso para los más eruditos astrofísicos de la galaxia-cine, pues su viaje hacia el pasado más remoto y hacia el futuro más lejano rompía todas las coordenadas del espacio-tiempo conocidas hasta ahora, por lo que resultaba difícil encontrar herramientas para adentrarse en sus misterios. El segundo, a su vez, se atrevía a abismarse en un auténtico agujero negro cuya energía gravitatoria no solo acabó con toda vida posible dentro de su espacio diegético, sino también por absorberlo hacia una sima en la que él mismo quedó prisionero una vez expulsado de la vía láctea.

Para bien o para mal, las películas de Malick y Von Trier ejercieron como síntomas de la necesidad que tiene el cine contemporáneo de trascender el apocalíptico paisaje que la crisis económica está dejando a su paso. Un paisaje lleno de horrores, violencia y desigualdades, componentes que asaltan las imágenes de muchos de los filmes vistos en Cannes. A su vez, otros planetas más pequeños y ubicados en órbitas más humildes (Aki Kaurismäki, los hermanos Dardenne, Gus Van Sant, Nanni Moretti…) se mostraban capaces de ofrecer el pálpito y la respiración de los seres a los que retratan sin necesidad de adentrarse en ningún tipo de viaje cósmico, lo que volvía a poner de relieve que nuestra galaxia necesita de todos los planetas, de los grandes y de los pequeños, para seguir dando cuenta de lo que sucede en la Tierra, en nuestros países y en nuestros barrios sin dejar por ello de volar libremente con nuestro imaginario.