Paso a paso, con un recuperado y evidente placer por la narración clásica de amplio aliento (El irlandés, 2019; Killers of the Flower Moon, 2023), Martin Scorsese parece recorrer el que presumiblemente está llamado a ser el último tramo de su extensa filmografía empeñado en desentrañar las más pestilentes cloacas que cimentan la historia de su propio país. Ahora le ha tocado el turno a los asesinatos cometidos por los poderosos cárteles del petróleo en los alrededores de Fairfax (Oklahoma), territorio de la nación nativa Osage, enriquecida de manera insólita gracias a la propiedad de unas tierras inundadas por el oro negro. Los intereses de los terratenientes blancos más poderosos y la conspiración criminal de algunos de estos, a comienzos de los años veinte del siglo pasado, para deshacerse de numerosos miembros de una familia india a fin de quedarse con sus títulos de propiedad y con sus riquezas es la trama histórica real que investiga y narra el libro homónimo de David Grann y que ahora Scorsese ha llevado a la pantalla.
Cercano en consecuencia, por la ubicación temporal de su trama, a los no demasiado numerosos westerns situados ya en el siglo XX, Killers of the Flower Moon resucita inevitablemente la memoria de Llega un jinete libre y salvaje (Comes a Horseman, 1978), la película en la que Alan J. Pakula narraba también el enfrentamiento, situado ya en los años cuarenta de la centuria, entre los depredadores intereses petroleros y las formas de vida tradicionales que allí intentaban preservar los personajes interpretados por Jane Fonda y James Caan. Y tiene algo de coherencia histórica que ahora Scorsese se aproxime a un conflicto ya tratado antes por un cineasta de la generación precedente a la suya (su admirada ‘generación de la televisión’), cuyo relevo viene a tomar, si cabe con mucha mayor hondura y alcance político, un director que filma con este el primer western de su filmografía.
Hay una atención detallista por todas las esquinas, situaciones, partes implicadas y personajes del primoroso trenzado con el que Scorsese filma –tomándose todo el tiempo que necesita (en el mejor sentido de este concepto)– la historia que narra. Y lo hace con una solidez clásica ya casi inencontrable en el cine actual, con un sentido de los encuadres y del tamaño de cada plano, con una precisión quirúrgica en el montaje, con un aplomo, un tempo y una cadencia que convierten a Killers of the Flower Moon en una hermosa y conmovedora elegía funeraria por una de las últimas naciones nativas de los Estados Unidos, atrapada en un sangriento cruce de intereses económicos determinado por el voraz capitalismo norteamericano. Scorsese ‘llega tarde’ al western, podríamos decir, pero lo hace con un ánimo reivindicativo hasta cierto punto emparentado con el que subyacía bajo El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), de John Ford, lo que no deja ser coherente también, pues el relato filmado aquí por el director de Toro salvaje se cierra con una brillantísima coda radiofónica, escenificada en directo, que juega de manera particularmente inteligente un papel equivalente al print the legend fordiano, aquí desplegado –en una carambola final deslumbrante– con una paródica carga de ironía autocrítica respecto a lo que se había contado hasta entonces.
Será necesario volver con mucha mayor amplitud a los recovecos narrativos y a la arquitectura global de una pieza de orfebrería que simula transcurrir sobre la pantalla con engañosa facilidad, pero que coloca en el centro dramático de su desarrollo la relación entre dos personajes (Ernst Burkhart y Mollie Klyle, interpretados por Leonardo DiCaprio y Lily Gladstone) de inquietante complejidad y múltiples capas, cada una de ellas más inquietante o incómoda que la anterior. Representante ella de las poblaciones nativas expoliadas y él del arribismo de una clase social subalterna utilizada por los grandes intereses económicos, ambos personajes –situados aquí a uno y otro lado del conflicto– son expresión, a la vez antítesis y complemento necesario, de los oscuros cimientos sobre los que se construye el país del que Scorsese nos ofrece aquí otra devastadora radiografía. Carlos F. Heredero
En los momentos finales de Gangs of New York (2002) de Martin Scosese vemos cómo de las cenizas de las viejas bandas surgían las torres de Wall Street. La violencia atávica se constituía en elemento fundacional para entender las raíces de los Estados Unidos. En la extraordinaria Killers of the Flower Moon, Martin Scorsese vuelve a indagar en las raíces fundacionales del sueño americano y se vuelve a cruzar con la violencia, pero esta no está provocada únicamente por la lucha por el poder y el territorio, sino por la usura. Para cuestionar el presente de los Estados Unidos marcado por el supremacismo es preciso ir a los aspectos más turbios del capitalismo, como el deseo de hacer dinero que todo lo justifica. A diferencia de La puerta del cielo (1980) de Michael Cimino –película con la que Martin Scorsese dialoga en más de un aspecto– en Killers of the Flower Moon, no está presente la lucha de clases, sino el racismo y el deseo de no permitir que los otros posean la riqueza. Killers of the Flower Moon es, en el fondo, una película política. De los cadáveres de los indios Osage también surge la América del presente, esa América que no acepta mestizajes y que se consolida como autosuficiente en su miseria moral.
En las primeras imágenes de Killers of the Flower Moon, Scorsese pone las cartas sobre la mesa. El viejo patrón de la tribu constata que el viejo mundo se derriba. Los Osage perderán sus rituales, su lengua, sus raíces y deberán convertirse en otros. El azar llena sus tierras de riqueza y desde la alteridad llegara a convertirse en una nación rica. ¿Hasta qué punto puede ser tolerable la riqueza en manos de los otros? Estamos en Oklahoma, años después de la famosa carrera que ocupó parcelas de territorio, y en un momento en que los viejos mitos y leyendas del far west se han apagado. En ese mundo en plena edad de oro del capitalismo americano ya no existe la ley de la frontera y la cuestión fundamental es la integración. La mafia está presente como sistema de perversión del sueño americano para alcanzar la autonomía del self made man. Scorsese nos muestra cómo algo de aquella mafia que controlaba los circuitos de la riqueza en Uno de los nuestros (1990), está ya muy presente. La usura provoca el crimen y va destruyendo una nación. La supremacía en el exterminio del otro es clave y la apropiación de los bienes es fundamental para llegar a la cima, para controlar el negocio.
Scorsese realiza en Killers of the Flower Moon una especie de película resumen de todo lo mejor del cine. No solo está la cuestión fundacional sino una visión del dolor, del arrepentimiento y de la redención. En el interior de Killers of the Flower Moon hay una mujer india que lo va perdiendo todo –su madre, sus hermanas, su marido, su hijo–. El sufrimiento de esa mujer atrapada en medio de las redes mafiosas, cuya vida está puesta en peligro porque posee el dinero, constituye una clara metáfora de la fuerza de Scorsese para llegar al fondo de la cuestión. El dolor de ella es en el fondo el dolor de la mujer en un mundo patriarcal donde los hombres matan sin apelar a ninguna moral, por el deseo de apropiación del dinero, por la avaricia como mal endémico. El dolor de ella contrasta con la hipotética redención que lleva cabo el personaje de Leonardo Di Caprio, que busca la salvación después de haber penetrado en las raíces del mal. Scorsese rueda Killers of the Flower Moon a partir de un claro clasicismo, no existen los efectos acelerados de montaje, ni los movimientos bruscos de cámara, ni un tono grotesco en la actuación, sobre todo hay contención. Es como si tras las imágenes de esta magna obra aflorara una reivindicación del clasicismo, como si quisiera constatar que ese viejo nuevo cine americano aún puede existir, que a pesar de sus ochenta años Scorsese continua estando allí, impugnando el sueño americano pero impugnando también la usura del nuevo capitalismo. Àngel Quintana