¿Acaso la identidad sexual no es también una cuestión narrativa? En un momento de esta película ciertamente inusual, lacerante y divertida, uno de los personajes se pregunta por el ‘relato’, esa palabra-fetiche, y termina advirtiendo que lo importante no es cómo contamos las cosas, cómo nos apropiamos de ellas, sino las cosas en sí mismas. Y ese es precisamente el asunto que más parece interesar a Dag Johan Haugerud, el director de Sex, a su vez la primera parte de una trilogía que ya están completando Love y Dreams. Cuando un deshollinador noruego cuenta a su compañero un sueño en el que David Bowie se le acercaba, al parecer, con una cierta actitud seductora, el otro le responde con una historia que lo sobrepasa, su efímera relación homosexual con un cliente, por completo incomprensible para el primero desde el momento en que estamos hablando de un heterosexual felizmente casado y con hijos. Por supuesto, a Haugerud no le interesa el melodrama, sino la palabra, pues Sex se estructura como una sucesión de diálogos –entre los dos amigos, entre el ‘transgresor’ y su mujer, entre el otro y su hijo, etc.– filmados desde una cuidadosa distancia, que por otra parte no dicen nada, sino que simplemente son dichos. En la sociedad de la conversación interminable, solo queda la superficie de las palabras, de la misma manera en que los exteriores que separan una secuencia de otra muestran tejados, casas, coches, calles, autopistas de brillantes colores y apenas sustancia.

En esta tradición puramente nórdica, Sex podría verse como una serie de variaciones en torno a Persona (1966), aquel film en el que Ingmar Bergman hacía caer máscaras a partir de unos cuantos diálogos entre dos personajes. Pero allá donde aquella película se escoraba hacia lo existencial, hacia una dramaturgia metafísica, el film de Haugerud –signo de los tiempos– prefiere contemplar a sus personajes como turistas de sus propias vidas, seres que vagabundean alrededor de sí mismos –como la cámara que, cerca del final, recorre una casa vacía– sin entenderse demasiado bien. Estamos hablando de la masculinidad como rol de obligado cumplimiento, pero también frágil y volátil: cualquier acontecimiento fortuito, por casual y pequeño que sea, puede provocar que se venga abajo. Y eso también sucede con la propia película, una construcción que parece avanzar pero no avanza, simplemente muta –igual que lo heterosexual muta en homosexual, como una promesa de cambio– para regresar al principio, o para sustituir el diálogo por el canto, como en la culminación del film, en el fondo lo único que nos mueve. Los personajes, en este sentido, hablan solo para seguir una música desconocida, como autómatas que se movieran por la llamada de una canción. Y sin embargo no por ello resultan más idiotas o insustanciales: la comprensión y la piedad con que los observa Haugerud bastan para transformar su superficialidad en algo más, algo que nunca llegamos a ver pero que sabemos que está ahí, agazapado entre la retórica de las palabras.

Carlos Losilla