Carlos F. Heredero.
Habría hecho falta la singular escritura de críticos como Manny Farber y José Luis Guarner (este último, traductor del primero) para poder dar cuenta con justeza de la especialísima aleación de wit and wisdom con la que Noah Baumbach y Greta Gerwig –firmantes ambos del guion– retratan y filman a Frances Halliday, protagonista absoluta de una ficción en estado de gracia que se presenta, además, como paradigmático ejemplo de ‘arte termita’: ese que consigue “fijar un instante sin embellecerlo, pero olvidándose de ese logro una vez conseguido”; el que genera “el sentimiento de que todo puede sacrificarse, de que puede ser despedazado y recompuesto en otro orden sin sufrir deterioro” (Farber dixit).
Palabras estas últimas que se dirían concebidas para retratar a Frances, para dar cuenta de su inaudita capacidad a la hora recomponerse tras sufrir un duro golpe anímico, de la rapidez, nada quejumbrosa ni autoconmiserativa, con la que endereza el ademán cuando encaja –siempre con soltura– las sucesivas decepciones, rechazos y batacazos que encadena sin cesar a lo largo de un relato extraordinariamente sintético (86 minutos). Y es que se trata, precisamente, de recomponerse “en otro orden” y “sin sufrir deterioro”, pues esta joven de veintisiete años que va dando tumbos de apartamento en apartamento, que convierte su personal vivencia de su amistad con Sophie (Mickey Sumner), su inicial compañera de piso, en un desiderátum de cuya dimensión utópica nunca parece consciente, tiene una envidiable energía vital que la permite sobreponerse de inmediato a cuantas adversidades se le cruzan por el camino sin llegar a reconocer jamás la real envergadura de sus fracasos y sin desfallecer en ningún momento a lo largo de su particular y constante lucha quijotesca contra unos enormes molinos de viento que a ella, a diferencia del héroe cervantino, solo le parecen minúsculos contratiempos.
Y si invocamos aquí al inolvidable Manny Farber es también porque el cineasta se muestra capaz –efectivamente– de “fijar el instante sin embellecerlo” y, acto seguido, “olvidarse de ese logro una vez conseguido”. Así es cómo, en estrecha complicidad con Greta Gerwig, Baumbach registra un fugaz y apenas perceptible movimiento vacilante de las manos o de la mirada de Frances, de su cabeza o de sus andares, cada vez que ella recibe una decepcionante noticia o es objeto de una hiriente observación de sus interlocutores, sin subrayar nunca el rictus, sin enfatizar el momento, sin dedicar jamás un inserto de detalle para aislar o magnificar el gesto y, sobre todo, cortando siempre el plano en ese preciso momento en el que, solo un segundo más allá, la imagen se habría cargado de un sentimiento peripatético al que la película, por fortuna, es completamente ajena.
Habría que hablar, incluso, del ‘arte de cortar el plano’ para intentar describir hasta qué punto es el dominio completo del timming y del swing (de la modulación del tiempo y del subyacente ritmo musical con el que cada encuadre sucede al anterior) lo que confiere a las formas de la película –tan intencionadamente Nouvelle Vague, con su hermoso blanco y negro mecido repetidas veces, incluso, por las notas musicales de Georges Delerue– ese personalísimo Baumbach’s touch que es, en realidad, el verdadero gran estilo que convierte a Frances Ha en una obra que trasciende, con mucho, su engañosa y equívoca apariencia menor para abrirse paso como una gran conquista.
Esa manera de cortar los planos, de interrumpir la secuencia y de pasar a la siguiente, es la que permite a Baumbach explorar con extremo pudor los momentos en los que su heroína es más vulnerable (una preocupación que parece constante en su cine: recuérdense los mejores momentos de Margot y la boda) dentro de un film que acierta a radiografíar –sin engolar nunca la voz– los espacios de indefensión y de inseguridad que se le crean a Frances en base a las distintas percepciones generadas por cómo se imagina ella a sí misma, cómo cree que la ven los demás y cómo es en realidad. Percepciones que son, en el fondo, el verdadero campo de análisis de un film tan incisivo y mordaz como caluroso y amplio en su mirada, tan tributario de Howard Hawks y de Woody Allen como de Godard y Truffaut.
La espontaneidad y los errores
Lo que hace Baumbach es colocar una lupa de aumento sobre esos espacios a la par que renuncia a todo subrayado. El secreto reside, probablemente, en lo que un perspicaz crítico británico ha llamado “la tensión entre la espontaneidad y la estructura” (1). Y aquí entraría en juego otro de los postulados del ‘arte termita’ según Farber (el que propugna la “inmersión entomológica en una pequeña superficie sin dirección ni propósito”), pues Frances Ha parece proponernos también un acercamiento entomológico a la personalidad de su protagonista sin otra dirección ni propósito que el de ofrecer algunos fragmentos –aparentemente aleatorios– de su existencia cotidiana, como si la hubiéramos sorprendido en un período cualquiera de su vulnerable y ensoñadora juventud, sin apenas arco dramático entre el comienzo y el final, lo que no significa que no haya una cierta evolución subterránea entre ambos extremos.
Y sí, es cierto que ningún suceso trascendental abre ni tampoco cierra el itinerario por el que acompañamos a Frances, pero también es verdad que el relato se sostiene sobre una arquitectura muy premeditada (siguiendo los sucesivos traslados de la protagonista), de la misma manera que la aparente espontaneidad de todo lo que se muestra no es fruto de un rodaje improvisado o dejado al azar, sino de una maniática, exhaustiva y minuciosa búsqueda (a base de repetir multitud de tomas para cada plano), cuyo objetivo es extraer de la puesta en escena la mayor expresividad posible sin encorsetar la representación.
Ahí reside, por otra parte, la moral de un film que asume sus propias imperfecciones y grietas, su carácter de retrato ‘incompleto’, con la misma naturalidad con la que su heroína, cuando comprueba el poco espacio que tiene en la ventanita de su buzón de correos, decide cortar su apellido y dejar a la vista, tan solo, ‘Frances Ha’. Surge así una metáfora humilde, pero reveladora y magnífica, tanto del personaje como de la naturaleza de esta hermosa película que –si se tratara de un ente consciente– también podría decir, como la propia Frances, aquello de: “Me gustan las cosas que parecen errores”.
(1) Trevor Johnston en Sight & Sound, vol. 13, nº 8; agosto, 2013.
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