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Cruce inopinado entre película histórica y metáfora reivindicativa, entre fábula feminista y cuento de terror, la nueva película del argentino Pablo Agüero, una coproducción hispanofrancesa, nunca acaba de encontrar ni el tono ni la voz que la puedan conducir a buen puerto. Y eso que no le falta capacidad de sugerencia. En el País Vasco de principios del siglo XVII, un grupo de muchachas son acusadas de brujería y sometidas al interrogatorio de un cruel inquisidor (Alex Brendemühl), empeñado en descubrir la esencia del Sabbath. Las escenas que muestran a las chicas en su cautiverio son audaces y espontáneas, dan a ver cuerpos incapaces de someterse a nada, poseedores de una energía y una vida que nada podrá doblegar. En cambio, los interrogatorios son más bien escleróticos, pretenden alcanzar una tensión que nunca llega a manifestarse del todo, por mucho que la película rehúya los tropos habituales del género y se decante por una estética metonímica y ambigua.

Lo mejor de todo acaece cuando el inquisidor se deja llevar por las narraciones inventadas por algunas de las muchachas, en un intento desesperado por salvar sus vidas, y queda fascinado en especial tanto por una de ellas como por la atmósfera inquietante que esta es capaz de recrear en sus relatos. Ahí hay una reflexión, por parte de Agüero, no solo sobre la ambigüedad del mal y las múltiples maneras en que se manifiesta, sino también sobre la puesta en escena misma, sobre el poder de la representación y el fingimiento. Es una lástima, por lo tanto, que estas intuiciones queden ahogadas en un mar de dudas sobre la manera de presentar todo eso al espectador, se disuelvan en el proceloso interior de una película más bien confusa cuyo hermoso y sugerente plano final demuestra lo que podría haber sido y, ay, no es.