La ópera prima como directora de la actriz Marta Nieto parece entregada a una vocación voluntariosamente abstracta. No solo muchos de sus planos se dedican a diluirse a sí mismos, se muestran más como manchas de colores que como dibujos figurativos, en ocasiones como dudosa representación de las subjetividades narradas en el film, sino que estas últimas provocan un aluvión de sensaciones que Nieto intenta atrapar mediante una cámara y un montaje a veces casi psicodélicos. No es de extrañar, pues La mitad de Ana quiere narrar la aventura de una madre entregadísima a la causa y de su hija transexual como si se tratara de una travesía hacia el conocimiento, de sí misma y también de lo que significa vivir. En este sentido, las ambiciones del film no son pocas, por mucho que terminen ahogadas en su propia salsa, más bien espesa e indigesta. Y cuando todo ello se concentra en un cuadro que actúa a modo de hilo conductor, aprovechando que la protagonista trabaja en el Museo Reina Sofía, la banalidad del planteamiento acaba provocando que el conjunto se derrumbe por su propio peso. Esa pintura, muy conocida pero que no revelaré aquí, casi cobra vida bajo la mirada de la madre y termina simbolizando la energía creativa, del arte y de la maternidad, de la maternidad y del arte, y de la transición sexual como flujo imparable. La mitad de Ana pone en escena más bien el doble o el triple de Ana. Y tampoco hacía falta tanto.

Pues había una idea interesante en el film que este nunca se atreve a llevar hasta el final: la maternidad como monstruosidad, la misma que acecha socialmente a la niña que en realidad es y será niño. La maternidad como algo que ahoga y deja exhausta, tanto a una misma como a las hijas e hijos que engendra, sobre todo a causa de los mitos arrastrados a lo largo de los siglos. Y la maternidad como un estado casi delirante –de amor inconmensurable, de entrega incondicional, de salir fuera de sí– que no puede encontrar su lugar en el mundo si no es pactando con sus reglas, sobre todo cuando la realidad se empeña en enfrentarse a ella. De este modo, La mitad de Ana podría ser una película devastadora, sobre todo cuando a esa visión de lo que significa ‘ser madre’ se le añade la confusión sexual de la hija, el incendio anímico que provoca encontrarse en un cuerpo que no es el propio. En lugar de eso, sin embargo, prefiere entregarse al tópico, por muy bien empaquetado que venga, y rebajar la fuerza de ese planteamiento en una trama que, además, acaba aniquilando la energía que el film creía canalizar. Y es entonces cuando irrumpe el realismo morigerado, los padres separados pero vueltos a unir –hasta cierto punto– por la preocupación por el destino de su hija, los secundarios que no aportan nada excepto chistes y consejos, la estructura de autoayuda que no puede terminar de otra manera que frente a la inmensidad del mar… En ese momento, la mitad de Ana devora a la otra mitad y no queda prácticamente nada.

Carlos Losilla