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En 1968, Elvis Presley debuta en el escenario del Hotel Intercontinental de Las Vegas. Lo hace acompañado de una gran orquesta y después de muchos años de silencio escénico, demuestra que su cuerpo posee una inusitada energía, que es un gran estrella de la escena. En 1968 habían asesinado a Martin Luther King y a Bobby Kennedy, América estaba ardiendo y en el Altamont Speedway Free Festival fallecieron cuatro personas durante un concierto de los Rolling Stones. Elvis aparecía con sus trajes de brillantina y sus capas, pero el rey del rock and roll había perdido toda la batalla de la música rock. El rey estaba encerrado en una jaula de oro. El responsable de la jaula se hacía llamar Coronel Parker. Nunca había sido ni coronel, ni militar, ni siquiera era de origen americano. Era un ser de identidad difusa. El Coronel Parker –interpretado por Tom Hanks como si fuera una caricatura viviente– es quien crea y da forma al mito de Elvis y se constituye en narrador de la película de Baz Luhrmann. El detalle no es menor, porque esta figura mefistofélica encerrada entre las bambalinas del espectáculo que se autopresenta como maestro de ferias, es quien acaba destruyendo, despolitizando y convirtiendo a Elvis en un monarca anacrónico, que falleció cuando había perdido el pulso de su tiempo.

Elvis de Bazz Lurhmann es una película terriblemente política y amarga. Habla sobre el control de los destinos del sueño americano y sobre cómo la política del exceso debe resituarse para mantener un orden que funciona a contracorriente. Elvis nació para transformar la música de su tiempo, para fundir el country y la música negra, para crear el rock and roll. En sus primeros conciertos demostró que el rock podía ser una forma de energía, pero también un modo de evidenciar la energía para dar forma al deseo. En la década de los sesenta se convirtió en poco más que una imagen que salía en películas de Hollywood de segunda fila y que la televisión acabó moldeando a su gusto. Nunca realizó ninguna gira más allá de América y acabó cargado de barbitúricos hasta morir en Las Vegas. El Coronel Parker concibió a Elvis como una prolongación de Las Vegas, un ser agónico atrapado en su propio kitsch. Baz Luhrmann es el director ideal para contar el relato de cómo el kitsch se convierte en un modo de controlar el sueño americano. Con Moulin Rouge demostró que el kitsch podía transformar el musical, transformar las leyes del espectáculo y las bases del género. En plena posmodernidad, Moulin Rouge nos recordaba que todo acaba siendo un pastiche. Elvis retoma muchas cosas de Moulin Rouge, desde el gusto por los elementos de la gran feria que es el mundo del espectáculo hasta el barroquismo escénico y el ritmo aceleradísimo que convierte la imagen en una especie de túnel frenético. El resultado es una película memorable, muy brillante, con algunos momentos antológicos. Es difícil olvidar la escena de Elvis cantando Suspicious Minds ante un público de nuevos ricos decadentes en Las Vegas, entregándolo todo consciente de que su triunfo es el inicio del fracaso.

Àngel Quintana