La primera secuencia de El último verano versa sobre el consentimiento. Una adolescente ha sido víctima de una violación y teme que su testimonio quede invalidado por su historial previo, presuntamente tendente a la promiscuidad. Anne, protagonista de la historia y abogada de la chica, no quiere juzgarla, pero necesita saber toda la verdad sobre ella, consciente de que la defensa tratará, estratégicamente, de convertir a la víctima en acusada. Anne, una burguesa de manual (marido empresario, casa de campo, hijas asiáticas adoptadas), mas, no obstante, con tendencia rebelde (conduce un Mercedes deportivo a ritmo de rock and roll) y enemiga, en sus propias palabras, de la normopatía, todavía no sabe que pronto se encontrará en una situación similar a la de su cliente. Catherine Breillat, referente del cinéma du corps francés y acostumbrada a retratar la sexualidad femenina en filmes como Sans Fillette (sobre la iniciación sexual de una adolescente), afronta el remake del drama danés Dronningen (May el-Toukhy, 2019) para, en una suerte de thriller erótico de tintes chabrolianos (resuenan, especialmente, títulos como L’Enfer) narrar la aventura amorosa de Anne con su hijastro, un delicado efebo de mirada traviesa. Anne, quien llega a definirse como gerontófila al principio del film, no es desde luego una pedófila en el sentido estricto. Su atracción por menores no es recurrente, pero la aparición de Théo la pilla desprevenida en un momento donde sufre la teoría del vértigo, la atracción irremediable de saltar al vacío y hacer que su vida, tal como la ha conocido hasta ahora, desaparezca.
Breillat desafía activamente la male gaze tanto en el proceso de enamoramiento como en los encuentros sexuales, privilegiando el placer femenino y reconociéndolo como problemático. En los primeros careos entre Anne y Théo, cuando se quedan solos y comienza a fraguarse el erotismo, la directora les aísla del entorno en primerísimos planos, como si haciendo desaparecer el contexto –y con él los tabúes y demás dilemas ético-culturales– los personajes pudieran vivir su deseo de manera legítima y en libertad. En las escenas sexuales, entendidas como una negociación conflictiva, la directora se compromete con tomas largas que acentúan las connotaciones políticas del acto sexual. La cámara, salvo en el momento del orgasmo, se centra en el rostro de Théo, objeto de deseo de Anne, exactamente al contrario que en el coito previo con su padre, donde el hombre queda en escorzo precisamente porque Anne evita mirarle. Pese a que el punto de vista de Anne inunda toda la película, es importante resaltar la habilidad de Breillat para tomar distancia y rescatar el sentir de Théo, pues el último acto se centra en las consecuencias psicológicas que una relación de este tipo puede generar en un adolescente, aún inmaduro emocionalmente. Yago de Torres